SOBRE EL FUNDAMENTO DE
LOS APÓSTOLES Y TESTIGOS DEL CRISTIANISMO NACIENTE MENCIONADOS EN EL NT.
La Tradición, comunión
en el tiempo.
En la nueva serie de
catequesis, que comenzamos hace poco tiempo, tratamos de entender el designio
originario de la Iglesia como la ha querido el Señor, para comprender así mejor
también nuestra situación, nuestra vida cristiana, en la gran comunión de la
Iglesia. Hasta ahora hemos comprendido que la comunión eclesial es suscitada y
sostenida por el Espíritu Santo, conservada y
promovida por el
ministerio apostólico. Y esta comunión, que llamamos Iglesia, no sólo se
extiende a todos los creyentes de un momento histórico determinado, sino que
abarca también todos los tiempos y a todas las generaciones.
Por consiguiente,
tenemos una doble universalidad: la universalidad sincrónica
—estamos unidos con los
creyentes en todas las partes del mundo— y también una universalidad
diacrónica, es decir: todos los tiempos nos pertenecen; también los creyentes
del pasado y los creyentes del futuro forman con nosotros una única gran
comunión. El Espíritu Santo es el garante de la presencia activa del misterio
en la historia, el que asegura su realización a lo
largo de los siglos.
Gracias al Paráclito, la experiencia del Resucitado que hizo la comunidad
apostólica en los orígenes de la Iglesia, las generaciones sucesivas podrán
vivirla siempre en cuanto transmitida y actualizada en la fe, en el culto y en
la comunión del pueblo de Dios, peregrino en el tiempo.
Así nosotros, ahora, en
el tiempo pascual, vivimos el encuentro con el Resucitado no sólo como algo del
pasado, sino en la comunión presente de la fe, de la liturgia, de la vida de la
Iglesia. La Tradición apostólica de la Iglesia consiste en esta transmisión de
los bienes de la salvación, que hace de la comunidad cristiana la actualización
permanente, con la fuerza del Espíritu, de la comunión originaria. La Tradición
se llama así porque surgió del testimonio de los Apóstoles y de la comunidad de
los discípulos en el tiempo de los
orígenes, fue recogida
por inspiración del Espíritu Santo en los escritos del Nuevo Testamento y en la
vida sacramental, en la vida de la fe, y a ella —a esta Tradición, que es toda
la realidad siempre actual del don de Jesús— la Iglesia hace referencia
continuamente como a su fundamento y a su norma a través de la sucesión
ininterrumpida del ministerio apostólico.
Jesús, en su vida
histórica, limitó su misión a la casa de Israel, pero dio a entender que el don
no sólo estaba destinado al pueblo de Israel, sino también a todo el mundo y a
todos los tiempos. Luego, el Resucitado encomendó explícitamente a los
Apóstoles (cf. Lc 6, 13) la tarea de hacer discípulos a todas las naciones,
garantizando su presencia y su ayuda hasta el final de los tiempos (cf. Mt 28,
19 s).
Por lo demás, el
universalismo de la salvación requiere que el memorial de la Pascua se celebre
sin interrupción en la historia hasta la vuelta gloriosa de Cristo (cf. 1 Co
11, 26).
¿Quién actualizará la
presencia salvífica del Señor Jesús mediante el ministerio de los Apóstoles
—jefes del Israel escatológico (cf. Mt 19, 28)— y a través de toda la vida del
pueblo de la nueva alianza? La respuesta es clara: el Espíritu Santo.
Los Hechos de los
Apóstoles, en continuidad con el plan del evangelio de san Lucas, presentan de
forma viva la compenetración entre el Espíritu, los enviados de Cristo y la
comunidad por ellos reunida. Gracias a la acción del Paráclito, los Apóstoles y
sus sucesores pueden realizar en el tiempo la misión recibida del Resucitado:
"Vosotros sois testigos de estas cosas. Voy a enviar
sobre vosotros la
Promesa de mi Padre" (Lc 24, 48 s). "Recibiréis la fuerza del
Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén,
en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra" (Hch 1, 😎.
Y esta promesa, al
inicio increíble, se realizó ya en tiempo de los Apóstoles: "Nosotros
somos testigos de estas cosas, y también el Espíritu Santo que ha dado Dios a
los que le obedecen" (Hch 5, 32).
Por consiguiente, es el
Espíritu mismo quien, mediante la imposición de las manos y la oración de los
Apóstoles, consagra y envía a los nuevos misioneros del Evangelio (cf., por
ejemplo, Hch 13, 3 s y 1 Tm 4, 14).
Es interesante
constatar que, mientras en algunos pasajes se dice que san Pablo designa a los
presbíteros en las Iglesias (cf. Hch 14, 23), en otros lugares se afirma que es
el Espíritu Santo quien constituye a los pastores de la grey (cf. Hch 20, 28).
Así, la acción del
Espíritu y la de Pablo se compenetran profundamente. En la hora de las
decisiones solemnes para la vida de la Iglesia, el Espíritu está presente para
guiarla. Esta presencia-guía del Espíritu Santo se percibe de modo especial en
el concilio de Jerusalén, en cuyas palabras conclusivas destaca la afirmación:
"Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros..." (Hch 15, 28); la
Iglesia crece y camina
"en el temor del Señor, llena de la consolación del Espíritu Santo"
(Hch 9, 31).
Esta permanente
actualización de la presencia activa de nuestro Señor Jesucristo en su pueblo,
obrada por el Espíritu Santo y expresada en la Iglesia a través del ministerio
apostólico y la comunión fraterna, es lo que en sentido teológico se entiende
con el término Tradición: no es la simple transmisión material de lo que fue
donado al inicio a los Apóstoles, sino la presencia eficaz
del Señor Jesús,
crucificado y resucitado, que acompaña y guía mediante el Espíritu Santo a la
comunidad reunida por él.
La Tradición es la
comunión de los fieles en torno a los legítimos pastores a lo largo de la
historia, una comunión que el Espíritu Santo alimenta asegurando el vínculo
entre la experiencia de la fe apostólica, vivida en la comunidad originaria de
los discípulos, y la experiencia actual de Cristo en su Iglesia.
En otras palabras, la
Tradición es la continuidad orgánica de la Iglesia, templo santo de Dios Padre,
edificado sobre el cimiento de los Apóstoles y mantenido en pie por la piedra
angular, Cristo, mediante la acción vivificante del Espíritu Santo: "Así
pues, ya no sois extranjeros ni forasteros, sino conciudadanos de los
santos y familiares de
Dios, edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la
piedra angular Cristo mismo, en quien toda edificación bien trabada se eleva
hasta formar un templo santo en el Señor, en quien también vosotros estáis
siendo juntamente edificados, hasta ser morada de Dios en el Espíritu" (Ef
2, 19-22).
Gracias a la Tradición,
garantizada por el ministerio de los Apóstoles y de sus sucesores, el agua de
la vida que brotó del costado de Cristo y su sangre saludable llegan a las
mujeres y a los hombres de todos los tiempos. Así, la Tradición es la presencia
permanente del Salvador que viene para encontrarse con nosotros, para redimirnos
y santificarnos en el Espíritu mediante el
ministerio de su
Iglesia, para gloria del Padre.
Así pues, concluyendo y
resumiendo, podemos decir que la Tradición no es transmisión de cosas o de
palabras, una colección de cosas muertas.
La Tradición es el río
vivo que se remonta a los orígenes, el río vivo en el que los orígenes están
siempre presentes. El gran río que nos lleva al puerto de la eternidad. Y al
ser así, en este río vivo se realiza siempre de nuevo la palabra del Señor que
hemos escuchado al inicio de labios del lector: "He aquí que yo estoy con
vosotros todos los días, hasta el fin del mundo" (Mt 28, 20).
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