LOS SUEÑOS DE SAN
JUAN BOSCO.
Este primer sueño
que se ha de considerar como el «gran sueño», como el «sueño-clave», de los
muchos con que la Divina Providencia ilustró la vida de San Juan Bosco, tuvo
lugar en el año 1824, cuando el santo apenas contaba nueve años de edad; siendo
su escenario la aldeíta de Becchi, perteneciente al partido de Castelnuovo de
Asti, en el Piamonte. Vivía a la Sazón el niño Juanito Bosco con su madre
Margarita Occhiena, con la abuela paterna y con dos hermanos más: Antonio,
fruto del primer matrimonio del padre difunto, y José, primogénito de Margarita
y de Francisco Bosco.
1. Como observará
el lector, cada «sueño» va dividido en tres partes: La primera es una especie
de introducción o ambientación. La segunda, la narración del «sueño», y la
tercera, el cumplimiento, explicación, comentarios..., del mismo. El empleo de
los caracteres cursivos en la primera y tercera parte y de los redondos en la
segunda, no tiene otro fin que el hacer mas patente la separación de dichas
partes. El lector sabrá valorarlas fácilmente, si bien las preciosas enseñanzas
de los «sueños» casi siempre van repartidas a lo largo de las tres partes.
Naturalmente las palabras de los misteriosos personajes y las de Don Bosco
interpretando lo visto u oído en sus «sueños» son las que merecen la máxima
atención y estudio por parte del lector. 2. Con la denominación general de
«sueño», como ya se advierte en la Introducción, exponemos no sólo los
fenómenos extraordinarios que tuvieron lugar durante el sueño, sino también
aquellos que se realizaron estando Don Bosco despierto, mientras trabajaba en
su despacho, confesaba, viajaba, etc.
«Apenas contaba
nueve años —dice el mismo Don Bosco— cuando tuve un sueño que me quedó
profundamente impreso durante toda la vida. Me pareció estar cerca de mi casa;
en un amplio patio en el que una gran muchedumbre de niños se divertía. Unos
reían, otros jugaban y no pocos blasfemaban. Al oír aquellas blasfemias me
arrojé inmediatamente en medio de ellos, empleando mis puños y mis palabras
para hacerlos callar. En aquel momento apareció un Hombre de aspecto venerado,
de edad viril, noblemente vestido. Un manto blanco cubría toda su persona y su
rostro era tan resplandeciente, que yo no podía mirarlo con fijeza. Me llamó
por mi nombre y me ordenó que me pusiese al frente de aquellos muchachos
añadiendo estas palabras: —No con golpes, sino con la mansedumbre y la caridad
deberás ganarte a estos amigos tuyos. Ponte, pues, inmediatamente a hacerles
una instrucción sobre la fealdad del pecado y sobre la belleza de la virtud.
Confuso y aturdido le repliqué que yo era un pobre niño ignorante; incapaz de
hablar de religión a aquellos jovencitos. En aquel momento los muchachos
cesaron en sus riñas, gritos y blasfemias, rodeando al que hablaba. Yo, sin
saber lo que me decía, añadí: —¿Quién es Usted que me manda cosas imposibles?
—Precisamente porque te parecen imposibles, debes hacerlas posibles con la
obediencia y con la adquisición de la ciencia. —¿Dónde y con qué medios podré
adquirir la ciencia? —Yo te daré la Maestra bajo cuya guía podrás llegar a ser
sabio y con la cual toda ciencia es necedad.
—Pero ¿quién es
Usted que me habla de esa manera? —Yo soy el Hijo de Aquella a quien tu madre
te ha enseñado a saludar tres veces al día. —Mi madre me ha dicho que no me
junte con quien no conozco sin su permiso; por eso, dime tu nombre. —Mi nombre,
pregúntaselo a mi Madre. En aquel momento vi junto a Él, a una Señora de
majestuoso aspecto, vestida con un manto que resplandecía por todas partes como
si cada punto de él fuese una fulgidísima estrella. Al verme cada vez más
confuso en mis preguntas y respuestas, me indicó que me acercara a Ella; y
tomándome de la mano bondadosamente: —¡Mira! —Me dijo. Observé a mí alrededor y
me di cuenta de que todos aquellos niños habían desaparecido y en su lugar vi
una multitud de cabritos, perros, gatos, osos y otros animales diversos. He
aquí el campo en el que debes trabajar —continuó diciendo la Señora—. Hazte
humilde, fuerte y robusto, y lo que veas en este momento que sucede a estos
animales, tendrás tú que hacerlo con mis hijos. Volví entonces a mirar y he
aquí que, en lugar de los animales feroces aparecieron otros tantos corderillos
que, retozando y balando, corrían a rodear a la Señora y al Señor como para
festejarles. Entonces, siempre en sueños, comencé a llorar y rogué a Aquella
Señora que me explicase el significado de todo aquello, pues yo nada
comprendía. Entonces Ella, poniéndome la mano sobre la cabeza, me dijo: —A su
tiempo lo comprenderás todo. Dicho esto, un ruido me despertó y todo desapareció.
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