LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA

 



LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA

La fiesta de todos los santos nos recuerda que también a nosotros Dios nos llama a ser santos: «santificaos y sed santos, pues yo soy santo» (Lev 11,44; ver Mt 5,48).

Ante esta invitación más de uno puede preguntarse con escepticismo: “¿Yo, santo?”. Muchos se dicen a sí mismos: “No, eso no es para mí, es para otros, es para los curas o las monjas”. Otros, aunque quisieran, se dicen: “¿Cómo podría yo ser santo, si soy tan pecador?”. Otros, que quizá lo han intentado durante mucho tiempo sin ver avances, caen en el desaliento: “¿Para qué seguir intentando? No puedo, siempre caigo en lo mismo”. Muchos otros, envueltos en las múltiples fascinaciones del mundo, no entienden qué pueda tener de atractivo un ideal así: “¿Ser santo? ¡Qué aburrido! ¡Me perdería demasiadas cosas!”.

Lo cierto es que el llamado a ser santo, a ser santa, es un llamado hecho a pecadores. Nadie nace santo. Por más pecador que seas, tú estás llamado a ser santo. ¿Que eres muy frágil y siempre caes en lo mismo? Pues te respondo que santo no es aquel o aquella que nunca cae, sino quien siempre se levanta, quien una y otra vez, tercamente, pide perdón al Señor y vuelve a la batalla, renovándose en sus propósitos. Santo es aquel que a pesar de caer “siempre en lo mismo” jamás se desalienta, y persevera hasta el fin. Los santos se asemejan en esto a esos muñequitos llamados “porfiados”: los tumbas y se vuelven a poner de pie; y aunque los tumbes mil veces, mil veces se volverán a poner de pie. Y podemos ser santos, podemos volver a ponernos de pie, porque contamos con el perdón del Señor, porque contamos con su fuerza y su gracia, que viene en auxilio de nuestra debilidad cuando humildes acudimos a Él. Esta fuerza, no podemos olvidarlo, la encontramos especialmente en la confesión sacramental, en la Eucaristía y en la oración perseverante. Puede, quien tercamente acude al Señor y encuentra en Él su fuerza: «Todo lo puedo en Aquel que me fortalece» (Flp 4,13). 

Dios nos llama a ser santos por más indignos o frágiles que seamos. Y si Dios nos llama a ser santos, es porque es posible. Sí, es posible, a pesar de tu debilidad y fragilidad. Es posible porque Él lo hace posible con su fuerza, con su gracia, con la acción de su Espíritu en aquel que desde su pequeñez pone de su parte y coopera con la gracia divina. Es verdad que para nosotros, si queremos obrar con nuestras solas fuerzas, es una tarea imposible, mas lo que es imposible para nosotros, es posible para Dios (ver Mt 19,26). Por tanto, una vez que contamos con la gracia de Dios, para ser santos «no se necesita otra cosa que quererlo» (San Juan Crisóstomo). Y es que, el que quiere el fin, pone los medios.

¿Y por qué deberíamos desear ser santos más que nada en la vida, más que todos los tesoros y placeres que el mundo puede ofrecerte? Porque de eso depende tu felicidad. ¿Y no anhelas más que nada en la vida ser feliz y hacer felices a otros? El Señor Jesús llama “bienaventurados” a los santos (ver Mt 5,3-12), es decir, ¡felices!, ¡dichosos! ¿Quieres de verdad ser feliz? La respuesta a nuestros anhelos de felicidad no está en perseguir vanas ilusiones y quimeras, que hoy te entretienen pero mañana te dejan tan solo y vacío. Si no llegas a responder adecuadamente a ese reclamo profundo de felicidad que hay en ti, serás muy infeliz. Dios quiere esa felicidad para ti, porque Él te ha creado. Él mismo ha puesto ese anhelo de felicidad en lo más profundo de tu corazón para que te pongas en marcha. Y porque quiere esa felicidad para ti, te muestra el camino: ¡Sé santo! ¡Sé santa! ¡Ése es el camino para alcanzar tu verdadera felicidad y bienaventuranza eterna!


LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA

«Llamada a ser la Madre de Dios, María vivió plenamente su maternidad desde el día de la concepción virginal, culminándola en el Calvario a los pies de la Cruz» (S.S. Juan Pablo II, Incarnationis Mysterium, 14).

María culmina su maternidad en el Calvario a los pies de la Cruz. No quiere esto decir que allí su maternidad toca a su fin, sino que al pie de la Cruz su amor es abierto a una nueva maternidad: «cuando Jesús dijo: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”, abrió de un modo nuevo el corazón de su Madre, el Corazón Inmaculado, y le reveló la nueva dimensión y el nuevo alcance del amor al que era llamada en el Espíritu Santo, en virtud del sacrificio de la Cruz. (...) El corazón de María ha sido abierto por el mismo amor al hombre y al mundo, con el que Cristo amó al hombre y al mundo, ofreciéndose a Sí mismo por ellos en la Cruz» (S.S. Juan Pablo II).

Relacionando la Anunciación-Encarnación con el Calvario, el Beato Guillermo Chaminade dice: «Ella se convierte en Madre de los cristianos en el sentido de que los engendra al pie de la Cruz, aunque ya era su Madre por la Maternidad Divina... Oh, cuánta fortuna para nosotros que el golpe que hiere su alma con la espada del dolor dé nacimiento a la familia de los elegidos». Es así que María no sólo dio a luz a Jesús: el Calvario fue para Ella el tiempo de darnos a luz a cada uno de nosotros. Dentro de los amorosos designios divinos su vocación a la maternidad divina es al mismo tiempo una vocación a la maternidad espiritual: en Cristo, somos también nosotros hijos de María. María es la Madre del Cristo Total: de la Cabeza, el Señor Jesús, y del Cuerpo, su descendencia, “la descendencia de mujer”.

En obediencia a este Plan divino, los cristianos «sentimos la necesidad de poner de relieve la presencia singular de la Madre de Cristo en la historia» (S.S. Juan Pablo II), así como también en nuestras propias vidas. Ella, la mujer elegida por Dios para tomar un lugar preciso dentro de su Plan de reconciliación, cooperando desde su libertad plenamente poseída, llegó a ser la Madre de Cristo y devino en Madre de todos los que somos de Cristo. Su función maternal dentro de los designios divinos sigue vigente hoy y es eminentemente dinámica. Por tanto, amar a María no es una opción, sino una necesidad para todo buen cristiano. Amar a María con el mismo amor de Jesús es un deber filial y una tarea para cada uno de nosotros, es obedecer a Dios y adherirnos con fe a su divino Plan.

¿Me esfuerzo en amar a María como Jesús mismo la amó? ¿Acudo a Ella como madre mía que es? ¿Le rezo? ¿Imploro su intercesión? ¿Me esfuerzo en conocerla cada día un poco más, para dejarme educar por ella, para aprender de su amor a Dios, de su fidelidad a prueba de todo, de su humildad, de su pureza, de su reverencia para con las necesidades de los demás, de su generosidad para darse, etc.?


LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA

Nos asusta y angustia tanto pensar que un día moriremos y pensar en lo que viene después de la muerte, que preferimos evadir ese tema a como dé lugar, “vivir” el momento presente, “no pensar” en la muerte, creer que “es para otros” pero no para mí. Pero, aunque hagamos lo imposible por olvidarla o evadirla, mi muerte llegará inevitablemente.

Experimentamos este “despertar”, chocamos con la realidad con especial dureza cuando muere un ser querido, cuando nos toca enterrar a la persona que amamos, cuando debemos afrontar la realidad de que “ya no está más” con nosotros. Sentimos un vacío inmenso, nos duele pensar que “ya no volverá más”, lo o la extrañamos tanto y nos negamos a pensar que ha desaparecido definitivamente, que se ha disuelto en la nada. ¡Deseamos tanto que esté en paz y se encuentre en algún lugar donde no haya más sufrimiento!

Los materialistas que niegan la posibilidad de un más allá, que rechazan la existencia de Dios y creen en un evolucionismo ciego producto del azar, que creen que todo el universo, la naturaleza, las plantas, los animales y los seres humanos son fruto de la sola casualidad, carecen de toda esperanza: más allá de esta vida no esperan nada. A ellos no les queda sino creer que los que murieron ya no existen más, y que una vez muertos ellos mismos, se disolverán en la nada para no volver a existir nunca jamás.

Quien se resiste a aceptar la disolución definitiva de sus seres queridos o de sí mismo, quien se aferra a la esperanza de una vida que se prolonga más allá de la muerte, cree que aunque el cuerpo físico se disuelva luego de la muerte subsistirá una parte espiritual que no muere. Sin embargo, persiste también en ellos esta pregunta: ¿Cómo será la vida luego de la muerte?

El cristianismo, aleccionado por el Señor Jesús, fundado en su propia Resurrección, enseña que luego de la muerte habrá un juicio (ver Mt 25, 31ss) y que quien sea hallado digno, participará de una resurrección para la vida eterna, en la plena comunión con Dios.

La fe en la resurrección choca frontalmente con la creencia en la reencarnación, hoy cada vez más de moda. Los creyentes poco instruidos se engañan cuando piensan que esta creencia en la reencarnación es perfectamente compatible con las enseñanzas de Cristo. El Señor Jesús no enseñé que tendremos vidas sucesivas, sino que enseñó claramente que moriremos una sola vez y resucitaremos una sola vez. Cristo jamás habló de un “karma” que cada cual tiene que expiar en vidas sucesivas, sino del perdón de los pecados y de la reconciliación que Él ha venido a realizar mediante su Muerte en Cruz. Cristo jamás enseñó que cada cual “se salva” por sí mismo y que Él sólo era un “gurú”, sino que Él es el Camino que conduce al Padre, el Salvador y Reconciliador del mundo.

En resumen, no puede ser verdaderamente cristiano quien acepta la doctrina de la reencarnación (ver Catecismo de la Iglesia Católica, números: 988-1014).

Ante el hecho de nuestra propia muerte o de la muerte de nuestros seres queridos no hay que temer. La muerte para el creyente es un paso: detrás de la muerte está Cristo. Él es la Resurrección y la Vida, y Él promete la resurrección y la vida eterna, plena y feliz, a quien crea en Él (ver Jn 11,25-26).

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Amén. El término amén, lejos de corresponder siempre exactamente a la traducción actual de “Así sea ¡” que expresa un mero deseo, pero no una certeza, significa, ante todo: Ciertamente, verdaderamente, seguramente o sencillamente: Sí. En efecto, este adverbio deriva de una raíz hebraica que implica firmeza, solidez, seguridad (cfr. Fe). Decir amén es proclamar que se tiene por verdadero lo que se acaba de decir, con miras a ratificar una proposición o a unirse a una plegaria. 1. Compromiso y aclamación. El amén que confirma un dicho puede tener un sentido débil, como cuando decimos “Sea” (Jer 28,6). Pero las más de las veces es una palabra que compromete: con ella muestra uno su conformidad con alguien (1Re 1,36) o acepta una misión (Jer 11,5), asume la responsabilidad de un juramento y del juicio de Dios que le va a seguir (Núm. 5,22). Todavía más solemne es el compromiso colectivo asumido en el momento de la renovación litúrgica de la alianza (Dt 27,15-26; Neh 5,13). En la liturgia puede este término adquirir también otro valor; si uno se compromete frente a Dios, es que tiene confianza en su palabra y se remite a su poder y a su bondad; esta adhesión total es al mismo tiempo “bendición de aquel al que uno se somete (Neh 8,6); es una oración segura de ser escuchada (Tob 8,8; Jdt 15,10). El amén es entonces una aclamación litúrgica, y y en este concepto tiene su puesto después de las doxologías (1 Cr 16,36); en el NT tiene con frecuencia este sentido (Rom 1,25; Gal 1,5;2 Pe 3,18; Heb 13,21). Siendo una aclamación por la que la asamblea se une al que ora en su nombre, el amén supone que para adherirse a las palabras oídas se comprende su sentido (1 Cor 14,16). Finalmente, el amén, como adhesión y aclamación, concluye los cánticos de los elegidos, en la liturgia del cielo (Ap 5,14; 19,4), donde se une al aleluya.

CUANDO UNA PERSONA SE HA IDO. VÍSPERAS DE TODOS LOS SANTOS. NO LLORES SI ME AMAS. No llores si me amas... Si conocieras el don de Dios y lo que es el cielo... Si pudieras oír el cántico de los ángeles y verme en medio de ellos... si por un instante pudieras contemplar como yo la belleza ante la cual las bellezas palidecen... Créeme. Cuando llegue el día que Dios ha fijado y conoce, y tu alma venga a este cielo en el que te ha precedido la mía... ese día volverás a verme. sentirás que te sigo amando, que te amé, y encontrarás mi corazón con todas sus ternuras purificadas. volverás a verme en transfiguración, en éxtasis feliz. Ya no esperando la muerte, sino avanzando contigo, que te llevaré de la mano por los senderos nuevos de luz y de vida. Enjuga tu llanto y no llores si me amas. (San Agustín)

LA FELICIDAD DE JESÚS. José Antonio Pagola

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