AL OTRO LADO DE LA
MUERTE.
La cultura occidental
se ha ocupado a menudo del tema de la muerte. Muchos grandes filósofos
anduvieron a vueltas con algún género de supervivencia más allá de la misma.
Generalmente rechazaban "la nada" como destino final de la siempre
demasiado breve peregrinación del hombre por esta tierra. Por lo que sabemos,
hasta el ancestral hombre del Neanderthal contaba ya con una vida más allá de
la tumba. Podemos recordar también los esfuerzos del antiguo Egipto por
«momificar» a sus difuntos y prepararlos para el largo viaje que venía después.
O la afirmación de Heráclito: “A los hombres, tras la muerte, les aguardan
cosas que ni esperan ni imaginan”. Y Platón aseguraba que no todo lo nuestro
perece: perdura el alma inmortal. En tiempos más recientes decía Kant: «Un
mundo que niega la felicidad a seres dignos de ella y se la concede a los que
no la merecen no puede ser la máxima expresión de lo que nos cabe esperar. Es
lícito, obligado incluso, soñar con escenarios más justos».
Los defensores de la
esperanza comprendieron que por mucho que mejoremos este mundo, nunca
conseguiremos hacer justicia a los muertos; las mejoras que podamos conseguir
aquí nunca las disfrutarán los que ya se fueron. Difícilmente podríamos contar
la cantidad de seres humanos que llegaron al final de sus días sin haber podido
gozar de una vida medianamente digna.
Con otras palabras: ¿Es
razonable o aceptable un mundo en el que tantos perdieron su vida en las
cámaras de gas, o en un atentado terrorista, o por una bomba atómica, o por la
irracionalidad de otro ser humano? ¿Tiene sentido un mundo en el que a unos
pocos les va muy bien, mientras tantos se mueren de hambre o por todo tipo de
epidemias causadas por su pobreza extrema? ¿Es lo mismo haber vivido entregados
a aliviar el sufrimiento de otros hombres o a luchar por la justicia y la paz,
que haber vivido centrados en sí mismos, disfutando lo que puedan (como aquel
rico de la parábola de Jesús ante el Lázaro de su puerta)?. ¿Es comprensible un
mundo en el que algunos pasan su vida prisioneros de enfermedades, limitaciones
y sufrimientos, mientras otros tienen la «suerte» de morir ancianos, rodeados y
atendidos maravillosamente por los suyos?
Cuando alguien bueno,
cuando alguien que ha sido importante para nuestra vida y nuestra felicidad de
aquí se nos va, o alguien muere injustamente... es normal "sentir"
profundamente que una vida así no se puede perder para siempre. Todos tenemos
sed de «eternidad» para nosotros y para los que nos han importado. Y no resulta
suficiente ni consolador el simple «recuerdo» y la añoranza de los que les
quisieron... porque tarde o temprano también ellos desaparecen.
No son pocos los que,
ante estas preguntas y deseos, concluyen que el hombre es un ser absurdo, que
aspira a cosas imposibles (vivir más allá), que se autoengaña: Que esto es lo
que hay y nada más. El “más allá” no es científicamente verificable y, por
tanto, refutable. Es esta una postura tan respetable y razonable como su
contraria: que sí hay algo más y mejor que esto.
La liturgia de hoy nos
acerca a la reflexión y las creencias del pueblo judío sobre estos temas. Nos
presenta a dos parejas de hermanos:
- En aquellas días,
arrestaron a 7 hermanos (1ª lectura)
- Había 7 hermanos
(Evangelio).
Con una diferencia: el
texto del segundo libro de los Macabeos es una historia real, mientras que en
el Evangelio es un caso ficticio, propuesto por un grupo de saduceos que
intentan ridiculizar y burlarse de la creencia en la vida después de la muerte,
que defendía el partido de los fariseos. Hay que tener en cuenta que una fe
explícita en la vida eterna está ausente en casi todo el Antiguo Testamento.
Dios eligió un camino
más bien largo, una maduración lenta, para conducir al pueblo a la plenitud de
la revelación. El pueblo, poco a poco, fue llegando por sí mismo a la
conclusión de que este Dios que se ha volcado con ellos, tiene que ser más
poderoso que la muerte. Y este pueblo obedeció -si bien con sus consabidas
debilidades- a la Ley de Dios «desinteresadamente», o sea, sin la perspectiva
de una recompensa en el más allá.
En el episodio de los
Macabeos, 7 hermanos, sostenidos por una «madre coraje», aceptan el martirio
para no quebrantar «las leyes de Dios». Relativizan las torturas y la misma
muerte, apoyándose en su fe en el «rey del universo», que «resucitará a una
vida eterna» a aquellos que le han sido fieles. Es decir: que la reflexión
judía llegará a plantearse cómo hablar de un Dios justo, y qué sentido tiene
perder la propia vida por ser fieles a Dios... frente a los poderosos y
corruptos que parecen salirse con la suya. Y por eso llegan a la convicción
expresada por el cuarto de los hermanos: «Vale la pena morir a manos de los
hombres, cuando se espera que Dios mismo nos resucitará». Aunque los detalles
del «cómo», y en qué consistiría esa resurrección son muy difusos.
Probablemente pensaban en una especie de «revivir», una vuelta a este mundo tal
como lo conocían. De ahí la «retorcida» y tramposa pregunta de los saduceos a
Jesús: «¿con quién estará casado aquella mujer que tantos maridos perdió?»
Podemos deducir de las
palabras de Jesús el sinsentido que tiene elucubrar sobre lo que habrá después,
teniendo como única referencia este mundo y esta historia que conocemos. Hablar
de cómo será nuestro cuerpo resucitado, hablar de «esperar» la resurrección,
hablar del «cielo» como si fuera un lugar de ensueño... no nos aclara nada de
nada. Porque al otro lado de la vida no hay tiempo, ni espacio, ni podemos
deducir o imaginar nada de nada. Por eso es normal tener dudas y miedo sobre
ese momento inevitable. Grandes creyentes como el cardenal Newmann oraba así:
“Que mis creencias, Señor, soporten mis dudas”.
Pero sí podemos
quedarnos con el mensaje de Jesús: Que el Dios en el que creemos y confiamos
«no es un Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos».
Nuestra vida está en sus manos. De él salimos, y a él regresaremos. Y habrá de
ser bueno nuestro encuentro definitivo con Alguien que se nos ha revelado como
«todo amor». Tendremos miedo a la muerte, claro, o a los momentos previos a la
muerte si son dolorosos, o al dolor de que nos falte alguno de los nuestros.
Claro. Si el propio Jesús vivió esa misma tristeza ante la muerte de Lázaro o
la angustia ante la suya.
Pero quiero terminar
con un sencillo relato:
Un médico visitaba a un
paciente terminal y dejó a su perro fuera, esperando a la puerta. Al
despedirse, ya con la mano en el pomo de la puerta, el enfermo le preguntó: -
Doctor, dígame qué hay al otro lado de la muerte.
El médico respondió: -
No lo sé.
El enfermo insistió: -
¿Cómo es posible que usted, un hombre cristiano, creyente, no sepa lo que hay
al otro lado?
En ese momento se oían
gruñidos y arañazos del otro lado de la puerta. El doctor la abrió, y su perro
entró moviendo la cola, haciendo fiestas y saltando hacia él. El doctor le dijo
al enfermo: - Fíjese Vd. en mi perro. Él nunca había entrado en esta casa. No
sabía nada de lo que se iba a encontrar al entrar en esta habitación. Sólo
sabía que su amo estaba aquí dentro. Y por eso, al abrirse la puerta, entró sin
temor a mi encuentro. Pues bien, yo apenas sé nada de lo que hay al otro lado
de la muerte. Solo sé una cosa. Mi Señor está allí, y eso me basta».
(Citado por Juan Manuel
MARTÍN-MORENO en Sal Terrae 1100)
Como dice ese conocido
Salmo del Buen Pastor: «Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú
vas conmigo». Y también: «El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?
Él es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar?».
Que la liturgia de hoy
nos llene, por tanto, de confianza y de esperanza en el Dios que resucitó a
Jesús y lo hará también con todos sus hijos amados. Amén.
Quique Martínez de la
Lama-Noriega, cmf
Imagen segunda José
Luis Cortés
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