GRANDES MAESTROS DE LA
IGLESIA DE LOS PRIMEROS SIGLOS.
SAN CLEMENTE ROMANO.
Queridos hermanos y
hermanas:
Durante los meses
pasados hemos meditado en las figuras de cada uno de los Apóstoles y en los
primeros testigos de la fe cristiana mencionados en los escritos del Nuevo
Testamento.
Ahora, dedicaremos
nuestra atención a los padres apostólicos, es decir, a la primera y a la
segunda generación de la Iglesia después de los Apóstoles.
Así podemos ver cómo
comienza el camino de la Iglesia en la historia. San Clemente, obispo de Roma
en los últimos años del siglo I, es el tercer sucesor de Pedro, después de Lino
y Anacleto. El testimonio más importante sobre su vida es el de san Ireneo,
obispo de Lyon hasta el año 202, el cual atestigua que san Clemente "había
visto a los Apóstoles", "se había relacionado
con ellos" y
"tenía todavía la predicación apostólica en sus oídos y su tradición ante
sus ojos" (Adversus haereses, III, 3, 3). Testimonios tardíos, entre los
siglos IV y VI, atribuyen a san Clemente el título de mártir.
La autoridad y el
prestigio de este Obispo de Roma eran tan grandes, que se le atribuyeron varios
escritos, pero su única obra segura es la Carta a los Corintios.
Eusebio de Cesarea, el
gran "archivero" de los orígenes cristianos, la presenta con estas
palabras: "Nos ha llegado una carta de Clemente reconocida como auténtica,
grande y admirable. Fue escrita por él, de parte de la Iglesia de Roma, a la
Iglesia de Corinto... Sabemos que desde hace mucho tiempo y
todavía hoy es leída
públicamente durante la asamblea de los fieles" (Hist. Eccl. 3, 16).
A esta carta se le
atribuía un carácter casi canónico. Al inicio de este texto, escrito en griego,
san Clemente se lamenta de que "las repentinas y sucesivas calamidades y
tribulaciones" (1, 1), le habían impedido una intervención en el tiempo
oportuno. Estas "adversidades" se identifican con la persecución de
Domiciano: por eso, la fecha de composición de la carta se debe remontar a un
tiempo inmediatamente
posterior a la muerte del emperador y al final de la persecución, es decir,
inmediatamente después del año 96.
La intervención de san
Clemente —estamos todavía en el siglo I— era requerida por los graves problemas
por los que atravesaba la Iglesia de Corinto:
en efecto, los presbíteros
de la comunidad habían sido destituidos por algunos jóvenes contestadores.
También san Ireneo alude a esa triste situación cuando escribe: "Bajo el
gobierno de Clemente se produjo entre los hermanos de Corinto una divergencia
de opiniones no pequeña; la Iglesia de Roma envió a los Corintios una carta
importantísima para reconciliarlos en la paz, renovar su
fe y anunciarles la
tradición que ella había recibido recientemente de los Apóstoles"
(Adversus haereses, III, 3, 3).
Por tanto, podríamos decir
que esta carta constituye un primer ejercicio del Primado romano después de la
muerte de san Pedro. La carta de san Clemente retoma algunos temas muy queridos
por san Pablo, que había escrito dos grandes cartas a los Corintios, en
particular, la dialéctica teológica, perennemente actual, entre el indicativo
de la salvación y el imperativo del compromiso moral. Ante todo está la buena
nueva de la gracia que salva.
El Señor nos previene y
nos da el perdón, nos da su amor, la gracia de ser cristianos, hermanos y
hermanas suyos. Es una buena nueva que llena de alegría nuestra vida y que da
seguridad a nuestro actuar: el Señor nos previene siempre con su bondad, y la bondad
del Señor es siempre más grande que todos nuestros pecados.
Sin embargo, debemos
comprometernos de manera coherente con el don recibido y responder al anuncio
de la salvación con un camino generoso y valiente de conversión. Con respecto
al modelo de san Pablo, la novedad está en que san Clemente, después de la
parte doctrinal y de la parte práctica, que constituían el núcleo de todas las
cartas de san Pablo, presenta una "gran oración", con la que
prácticamente concluye la carta.
La ocasión inmediata de
la carta permite al Obispo de Roma explicar con amplitud la identidad de la
Iglesia y su misión. Si en Corinto ha habido abusos, observa san Clemente, el
motivo hay que buscarlo en el debilitamiento de la caridad y de otras virtudes
cristianas indispensables. Por eso, invita a los fieles a la humildad y al amor
fraterno, dos virtudes que constituyen verdaderamente el
ser en la Iglesia.
"Seamos una porción santa", exhorta, "practiquemos todo lo que
exige la santidad" (30, 1). En particular, el Obispo de Roma recuerda que
el mismo Señor "estableció dónde y por quiénes quiere que se realicen los
servicios litúrgicos, a fin de que, haciéndose todo santamente y con su
beneplácito, sea acepto a su voluntad... En efecto, al sumo sacerdote le
estaban
encomendadas funciones
litúrgicas propias; los sacerdotes ordinarios tenían asignado su lugar propio;
y los levitas tenían encomendados sus propios servicios, mientras que el laico
está sometido a los preceptos laicos" (40, 1-5:
obsérvese que en esta
carta de finales del siglo I aparece por primera vez en la literatura cristiana
el término laikós, que significa "miembro del laos", es decir,
"del pueblo de Dios").
De este modo,
refiriéndose a la liturgia del antiguo Israel, san Clemente manifiesta su ideal
de Iglesia, congregada por "un solo Espíritu de gracia derramado sobre
nosotros", que sopla en los diversos miembros del Cuerpo de Cristo, en el
que todos, unidos sin ninguna separación, son "miembros los unos de los
otros" (46, 6-7). La neta distinción entre los "laicos" y la
jerarquía no
significa en absoluto
una contraposición, sino sólo la conexión orgánica de un cuerpo, de un
organismo, con sus diferentes funciones. En efecto, la Iglesia no es un lugar
de confusión y anarquía, donde uno puede hacer lo que quiera en cada momento:
en este organismo, con una estructura articulada, cada uno
ejerce su ministerio
según la vocación recibida.
Por lo que atañe a los
jefes de las comunidades, san Clemente explica claramente la doctrina de la
sucesión apostólica. Las normas que la regulan derivan, en última instancia, de
Dios mismo. El Padre envió a Jesucristo, quien a su vez mandó a los Apóstoles.
Estos, luego, mandaron a los primeros jefes de las comunidades y establecieron
que a ellos les sucedieran otros hombres
dignos. Por tanto, todo
procede "ordenadamente por voluntad de Dios" (42).
Con estas palabras, con
estas frases, san Clemente subraya que la Iglesia tiene una estructura
sacramental y no una estructura política. La acción de Dios, que sale a nuestro
encuentro en la liturgia, precede a nuestras decisiones y nuestras ideas. La
Iglesia es, sobre todo, don de Dios y no creación nuestra; por eso, esta
estructura sacramental
no sólo garantiza el ordenamiento común, sino también la precedencia del don de
Dios, que todos necesitamos.
Por último, la
"gran oración" confiere una dimensión cósmica a las
argumentaciones
precedentes. San Clemente alaba y da gracias a Dios por su maravillosa
providencia de amor, que creó el mundo y sigue salvándolo y santificándolo.
Particular importancia asume la invocación por los gobernantes.
Después de los textos
del Nuevo Testamento, constituye la oración más antigua por las instituciones
políticas. Así, tras la persecución, los cristianos, aunque sabían que
continuarían las persecuciones, no dejaban de rezar por las mismas autoridades
que los habían condenado injustamente. El motivo es, ante todo, de carácter
cristológico: se debe orar por los perseguidores, como hizo Jesús en la cruz.
Pero esta oración
encierra también una enseñanza que orienta, a través de los siglos, la actitud
de los cristianos ante la política y el Estado. Al orar por las autoridades,
san Clemente reconoce la legitimidad de las instituciones políticas en el orden
establecido por Dios; al mismo tiempo, manifiesta la preocupación
de que las autoridades
sean dóciles a Dios y "ejerzan con paz, mansedumbre y piedad, el poder que
Dios les ha dado" (61, 2). El César no lo es todo. Existe otra soberanía,
cuyo origen y esencia no son de este mundo, sino "de arriba": la de
la Verdad, que con respecto al Estado tiene derecho a ser escuchada.
Así, la carta de san
Clemente afronta numerosos temas de perenne actualidad.
Es aún más
significativa en cuanto que representa, desde el siglo I, la solicitud de la
Iglesia de Roma, que preside en la caridad a todas las demás Iglesias. Con el
mismo Espíritu, hagamos nuestras las invocaciones de la "gran
oración", en las que el Obispo de Roma se hace portavoz del mundo entero:
"Sí, oh Señor, haz que resplandezca en nosotros tu rostro por el bien de
la paz; protégenos con tu mano poderosa... Te damos gracias, a través del sumo
Sacerdote y protector de nuestras almas, Jesucristo, por el cual sea gloria y
alabanza a ti, ahora y de generación en generación, por los siglos de los
siglos.
Amén" (60-61
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