LITURGIA.
LAS ORACIONES DE LA
MISA.
La Misa tiene tres
oraciones: la oración colecta (que cierra el rito de entrada), la oración sobre
las ofrendas (concluyendo el ofertorio) y la oración de postcomunión para
terminar el rito de comunión. Además, el centro y corazón de todo, la gran
plegaria eucarística, con el prefacio y el Santo, consagración, memorial e
intercesiones y el Por Cristo final.
“Entre las cosas que se
asignan al sacerdote, ocupa el primer lugar la Plegaria Eucarística, que es la
cumbre de toda la celebración. Vienen en seguida las oraciones, es decir, la
colecta, la oración sobre las ofrendas y la oración después de la Comunión. El
sacerdote que preside la asamblea en representación de Cristo, dirige estas
oraciones a Dios en nombre de todo el pueblo santo y de todos los
circunstantes. Con razón, pues, se denominan «oraciones presidenciales»” (IGMR
30).
Estas tres oraciones y
la plegaria eucarística las pronuncia sólo el sacerdote en nombre de todos
–mejor aún si son cantadas las oraciones, el Prefacio y el Por Cristo en la
Misa dominical-, las reza en nombre de la Iglesia. Son oraciones y por tanto
están dirigidas a Dios como interlocutor, delante de todos.
Precisamente por
dirigirse a Dios y por hacerlo en nombre de todos, deben recitarse con
entonación, despacio y sin apresuramiento, devoción, piedad: “exige que se
pronuncien con voz clara y alta, y que todos las escuchen con atención” (IGMR
32). Es la solemnidad de la liturgia. Mientras, todo está en silencio, no suena
música ni siquiera el órgano (tampoco en la consagración: IGMR 32) para oír
claramente.
Las oraciones de la
Misa y la plegaria eucarística requieren que todos las escuchemos con silencio,
las hagamos nuestras mientras se recitan, conscientes de lo que afirman, para
ratificarlas con el “Amén” final: “El pueblo uniéndose a la súplica, con la
aclamación Amén la hace suya la oración” (IGMR 54).
Como la liturgia es
escuela del genuino espíritu cristiano y maestra de vida espiritual, escuchar
atenta y recogidamente estas oraciones nos llevará a beber directamente de una
fuente pura, la fe de la Iglesia, expresada en sus textos litúrgicos. Son modulaciones
que cantan la verdad de la fe. Es el dogma vivido y rezado. Por eso el
sacerdote no las modificará a su antojo y los fieles las escucharán con
atención del corazón.
Y será buena costumbre
meditarlas en la oración personal, acostumbrándonos al lenguaje de la liturgia.
LITURGIA.
TESTIMONIOS Y DISCURSOS
DURANTE LA MISA.
¿CUÁNDO HACERLOS?
Hace ya tiempo se
introdujo una costumbre y es la de emplear la Misa dominical (o las distintas
Misas dominicales) para todo, desde una salva de avisos interminables antes de
dar la bendición o saludos y despedidas a cuantos han asistido, como también la
introducción de testimonios y/o experiencias durante la celebración de la Santa
Misa. Es un uso tan común y extendido, que a nadie llama la atención que se
haga así. Excepto que la liturgia no da margen para ello, ni los documentos de
la Iglesia lo permiten, sino que lo han reprobado como un abuso.
Sin duda es
enriquecedor para los fieles de una parroquia escuchar el testimonio vibrante
de un misionero o una misionera sobre la dura tarea de evangelizar ad gentes,
formar catequistas, sostener la vida sacramental de comunidades dispersas, el
catecumenado de adultos y los bautismos de nuevas conversiones. O escuchar el
testimonio de caridad y solidaridad fraterna de quienes desarrollan algún
voluntariado o sirviendo a los pobres o llevando a cabo algún programa de
Cáritas o Manos Unidas. Asimismo, es ilusionante escuchar a un seminarista, del
Seminario Menor o del Mayor, ofrecer nervioso su testimonio vocacional, su
descubrimiento de la llamada del Señor, su deseo de ser santo sacerdote.
Igualmente, es enriquecedor cuando algún fiel laico narra su experiencia en
algún Movimiento o Comunidad, animando a quien quiera a compartir ese carisma.
Pero el ámbito propio
no es el de la liturgia, sino el de la catequesis. Es decir, todo esto cobraría
su fuerza y encuentra su lugar en una catequesis de adultos (o de jóvenes y
niños) o en una sesión formativa de la parroquia, o brevemente antes o después
de la Misa dominical, como preámbulo o como un momento final para quienes
quieran quedarse.
La liturgia es Opus
Dei, es servicio al Señor, “glorificación de Dios y santificación de los
hombres”, dice el Vaticano II (SC 5; 10), y muchas veces la estamos
transformando en un encuentro comunitario con tono lúdico y catequético, donde
todo cabe, donde todo se hace, tal vez temiendo que si se convoca fuera de la
Misa, acudan muy pocos. La liturgia es para el Señor, y posee un sentido
sagrado, que queda muy debilitado cuando introducimos discursos, palabras,
testimonios y demás, a veces en lugar de la homilía, otras a continuación de la
homilía, y otras veces incluso en el silencio después de la comunión (impidiendo
la oración fervorosa y recogida). ¿No vemos que sobran palabras en la liturgia,
especialmente en la Misa? ¿No nos cansa tanto verbalismo de moniciones,
discursos y testimonios, además de avisos (¡que ya están en carteles en la
puerta y se redifunden por wasap y redes de la propia parroquia!)? ¡Con el
dineral que se gasta la Santa Iglesia en carteles y propaganda para luego
repetir lo mismo en avisos interminables!
¿SE PUEDEN O NO SE
PUEDEN PERMITIR ESTOS TESTIMONIOS O EXPERIENCIAS DENTRO DE LA MISA?
La Instrucción
Redemptionis sacramentumm, de 2004, señala lo siguiente:
[64.] La homilía, que
se hace en el curso de la celebración de la santa Misa y es parte de la misma
Liturgia, «la hará, normalmente, el mismo sacerdote celebrante, o él se la
encomendará a un sacerdote concelebrante, o a veces, según las circunstancias, también
al diácono, pero nunca a un laico. En casos particulares y por justa causa,
también puede hacer la homilía un obispo o un presbítero que está presente en
la celebración, aunque sin poder concelebrar».
[65.] Se recuerda que
debe tenerse por abrogada, según lo prescrito en el canon 767 § 1, cualquier
norma precedente que admitiera a los fieles no ordenados para poder hacer la
homilía en la celebración eucarística. Se reprueba esta concesión, sin que se
pueda admitir ninguna fuerza de la costumbre.
[66.] La prohibición de
admitir a los laicos para predicar, dentro de la celebración de la Misa,
también es válida para los alumnos de seminarios, los estudiantes de teología,
para los que han recibido la tarea de «asistentes pastorales» y para cualquier
otro tipo de grupo, hermandad, comunidad o asociación, de laicos.
Entonces, ¿qué hacemos
con los testimonios? Sigue diciendo la misma Instrucción:
[74.] Si se diera la
necesidad de que instrucciones o testimonios sobre la vida cristiana sean
expuestos por un laico a los fieles congregados en la iglesia, siempre es
preferible que esto se haga fuera de la celebración de la Misa. Por causa
grave, sin embargo, está permitido dar este tipo de instrucciones o
testimonios, después de que el sacerdote pronuncie la oración después de la
Comunión. Pero esto no puede hacerse una costumbre. Además, estas instrucciones
y testimonios de ninguna manera pueden tener un sentido que pueda ser
confundido con la homilía, ni se permite que por ello se suprima totalmente la
homilía.
Es “políticamente
incorrecto” excluir los testimonios en lugar de la homilía o durante ella, ¡con
lo arraigado que ya está!, y sin embargo, es lo “eclesialmente correcto”:
Fuera de la Misa, en
una sesión formativa o catequesis de adultos
En todo caso, y como
algo excepcional, después de la oración de postcomunión (antes de la bendición
final)
Y la liturgia hay que
mimarla más, recuperando su sentido sagrado, de adoración ante el Misterio de
Dios, sin confundirla con los planos didácticos o catequéticos, que tienen su
lugar propio en otro momento y en otro lugar. No es un discurso para los
asistentes, sino una Gran Oración a Dios, como tantas veces la definiera el
papa Benedicto XVI.
HISTORIA DE LA LITURGIA.
3. EL CONTEXTO. Sin embargo, esto no significa que los apóstoles y sus
comunidades, para poder entrar en contacto y hacerse entender, no se hayan
servido en muchos casos de formas preexistentes, las hayan modificado y después
hayan pasado a proponer de manera creativa algo nuevo. Esto era simplemente
necesario.
a) El culto judío del s. I. Así como Jesús de Nazaret se había movido
dentro de las formas de la sociedad de su tiempo y de su tierra, así también
los apóstoles y las primeras comunidades judeocristianas asumieron con gran
naturalidad unas formas de oración y de culto que les eran familiares. Los
baños, las inmersiones y emersiones, los bautismos no eran realidades
desconocidas. Eran frecuentes, de una u otra manera, en el AT y en la comunidad
de Qumrán. Juan Bautista los había administrado. Jesús mismo se había hecho
"bautizar"; y, ya durante su vida, también los discípulos habían
bautizado (cf Jn 4,1-3). El bautismo cristiano, la manera de administrar el
bautismo, ha asumido diversas cosas de las formas ya habituales, aunque todo
recibe una interpretación y una orientación completamente nuevas: se bautiza en
el nombre del Señor Jesús (crucificado y resucitado), para participar en su
muerte y resurrección (Rom 6,1-11; Col 2,6-15; 3,1-5ss).
La costumbre de los primeros cristianos de "orar sin cesar" (1
Tes 5,17), o sea, continuamente, varias veces a lo largo del día y de la noche,
se remite a ejemplos del AT y de la oración del templo y de la sinagoga de la
época de Jesús: oración de la mañana y de la tarde; tres veces al día (cf Dan
6,11; He 3,1; 10,9). Las fórmulas de estas oraciones son libres (cf He 4,24s) o
bien se utilizan los salmos. De considerable importancia para la oración de los
cristianos, de un contenido indudablemente nuevo, fue el género literario de
las alabanzas (berakoth), quizá la herencia más preciosa de la oración
veterotestamentaria judía. Este es su esquema: invocación en alabanza del
nombre de Dios; mención del motivo de la alabanza: recuerdo de las obras
maravillosas de Dios; doxología final: "Bendito seas tú, Dios omnipotente,
Señor nuestro; has realizado esta gran acción a nuestro favor; a ti, Señor, la
alabanza eternamente. Amén". Encontramos fórmulas de oración semejantes en
los escritos del NT; de manera más breve, por ejemplo, en el gozo de Mt 11,25;
de manera más larga, en Rom 16,25-27; Ef 1,3-14. Semejante a esto debe haber
sido el contenido de las alabanzas que, en la narración de la multiplicación de
los panes y de la última cena, se denominan eucharistíai y euloguíai. Tenemos
ejemplos de esas oraciones judías de acción de gracias dichas en la mesa y que
se remontan casi hasta la época de Jesús. Todo esto se asume y se utiliza con
soberana libertad, en un progresivo y lento alejamiento de la antigua costumbre
y, sobre todo, con un espíritu completamente nuevo: Jesús, el Cristo, el Señor,
y su acción salvífica pascual son la gran obra de Dios, que se celebra con
alabanzas. En la composición de las nuevas fórmulas de oración se evitan todas
las expresiones que indiquen directamente una costumbre cultual
veterotestamentaria. El culto antiguo está abolido en Cristo. Para celebrar el
culto memorial de Cristo y dar gracias a Dios por él se reúnen lejos del templo
y de la sinagoga, o sea, en las casas de la comunidad, donde, con unas pocas
acciones, aquellos que han sido instruidos y creen son introducidos en el
acontecimiento salvífico de Cristo, para que estén siempre "en Cristo
Jesús" (Gál 3,28; Ef 2, passim).
CONTINUARÁ..
LA PASIÓN.
Reflexión que Jesús hace sobre el misterio de Su sufrimiento y el valor que tiene en la Redención.
Catalina Rivas.
JESÚS INSTITUYE LA EUCARISTÍA.
En el instante de instituir la Eucaristía, vi a todas las almas
privilegiadas que se alimentarían con Mi Cuerpo y con Mi Sangre, y los efectos producidos en ellas.
Para algunas, Mi Cuerpo sería remedio a su debilidad; para otras,
fuego que llegaría a consumir sus miserias, inflamándolas con amor.
¡Ah!... Esas almas reunidas ante Mi, serán un inmenso jardín en el cual cada planta produce diferente flor, pero todas me recrean con su perfume... Mi Cuerpo será el sol que las reanime. Me acercaré a unas para consolarme, a otras para ocultarme, en otras descansaré. ¡Si supieran, almas enfadadísimas, cuán fácil el consolar, ocultar y descansar a todo un Dios!
Este Dios que los ama con amor infinito, después de librarlos de la
esclavitud del pecado, ha sembrado en ustedes la gracia incomparable de la vocación religiosa, los ha traído de un modo misterioso al jardín de sus delicias. Este Dios, Redentor suyo, se ha hecho su Esposo. El mismo los alimenta con Su Cuerpo purísimo y con Su Sangre apaga su sed. En Mí encontrarán el descanso y la felicidad.
¡Ay, hijita! ¿Porqué tantas almas, después de haberlas colmado de
bienes y de caricias, han de ser motivo de tristeza para Mi Corazón? ¿No Soy siempre el mismo? ¿Acaso He cambiado para ustedes?... ¡No! Yo no cambiaré jamás y, hasta el fin de los siglos, los amaré con predilección y con ternura.
Sé que están llenos de miserias, pero esto no me hará apartar de
ustedes Mis miradas más tiernas y con ansia los estoy esperando, no sólo para aliviar sus miserias, sino también para colmarlos de Mis beneficios.
Si les pido amor, no Me lo nieguen; es muy fácil amar al que es el
Amor mismo. Si les pido algo caro a su naturaleza, les doy juntamente la gracia y la fuerza necesaria para que sean Mi consuelo. Déjenme entrar en sus almas y, si no encuentran en ellas nada que sea digno de Mi, díganme con humildad y confianza: “Señor, ya ves los frutos que produce este árbol, ven y dime qué debo hacer para que, a partir de hoy, broten los frutos que Tu deseas”.
Si el alma Me dice ésto con verdadero deseo de probarme su amor, le responderé: Alma querida, deja que Yo mismo cultive tu amor...
¿Sabes los frutos que obtendrás? La victoria sobre tu carácter
reparará ofensas, expiará faltas. Si no te turbas al recibir una corrección y la acepatas con gozo, obtendrás que las almas cegadas por el orgullo se humillen y pidan perdón.
Esto es lo que haré en tu alma si Me dejas trabajar libremente. No
florecerá en seguida el jardín, sino que darás gran consuelo a Mi
Corazón...
Todo ésto se Me pasó delante cuando instituí la Eucaristía y me
encendí en ansias de alimentar a las almas. No iba a quedarme en la tierra para vivir con los seres perfectos sino para sostener a los débiles y alimentar a los niños... Yo los haría crecer y robustecería sus almas, descansaría en sus miserias y sus buenos deseos Me consolarían.
Pero, entre Mis elegidos hay algunas almas que Me ocasionan pena. ¿Perseverarán todas?... Este el grito de dolor que se escapa de Mi Corazón; éste es el gemido que quiero que oigan las almas.
El Amor eterno está buscando almas que digan nuevas cosas a cerca de las antiguas verdades ya conocidas. El Amor infinito quiere crear, en el seno de la humanidad, un tribunal, no de Justicia sino de pura Misericordia. Por eso se multiplican los mensajes en el mundo. Quien los comprende admira sus obras, se aprovecha de ellos y hace que los demás también se aprovechen. El que no entiende, sigue siendo esclavo del espíritu que muere y condena.
A estos últimos dirijo Mi Palabra de condena, porque entorpecen la
Obra Divina y se convierten en cómplices del maligno.
¿Qué astucia produce presión en sus mentes de niños cuando
condenan, encubren, reprimen lo que procede, no de míseras criaturas, sino del Creador? A los que he llamado pequeños revelo Mi sabiduría que, en cambio, oculto a los soberbios...
Alma, deja que Me derrame en ti; has de válvula de Mi Corazón,
porque no falta alguien que comprime Mi Amor...
CARTA DOMINICAE CENAE DEL SUMO PONTÍFICE JUAN PABLO A TODOS
LOS OBISPOS DE LA IGLESIA SOBRE EL MISTERIO Y EL CULTO DE LA EUCARISTÍA.
SEGUNDA PUBLICACIÓN.
Culto del misterio eucarístico.
3. Tal culto está dirigido a Dios Padre por medio de
Jesucristo en el Espíritu Santo. Ante todo al Padre, como afirma el evangelio
de San Juan: «Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo,
para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga la vida eterna».[9]
Se dirige también en el Espíritu Santo a aquel Hijo
encarnado, según la economía de salvación, sobre todo en aquel momento de
entrega suprema y de abandono total de sí mismo, al que se refieren las
palabras pronunciadas en el cenáculo: «esto es mi Cuerpo, que será entregado
por vosotros» ...«éste es el cáliz de mi Sangre ... que será derramada por
vosotros».[10] La aclamación litúrgica: «Anunciamos tu muerte» nos hace
recordar aquel momento. Al proclamar a la vez su resurrección, abrazamos en el
mismo acto de veneración a Cristo resucitado y glorificado «a la derecha del
Padre», así como la perspectiva de su «venida con gloria».
Sin embargo, es su anonadamiento voluntario, agradable al
Padre y glorificado con la resurrección, lo que, al ser celebrado sacramentalmente
junto con la resurrección, nos lleva a la adoración del Redentor que «se
humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz».[11]
Esta adoración nuestra contiene otra característica
particular: está compenetrada con la grandeza de esa Muerte Humana, en la que
el mundo, es decir, cada uno de nosotros, es amado «hasta el fin».[12] Así
pues, ella es también una respuesta que quiere corresponder a aquel Amor
inmolado que llega hasta la muerte en la cruz: es nuestra «Eucaristía», es
decir, nuestro agradecimiento, nuestra alabanza por habernos redimido con su
muerte y hecho participantes de su vida inmortal mediante su resurrección.
Tal culto, tributado así a la Trinidad: Padre, Hijo y
Espíritu Santo, acompaña y se enraíza ante todo en la celebración de la
liturgia eucarística. Pero debe asimismo llenar nuestros templos, incluso fuera
del horario de las Misas. En efecto, dado que el misterio eucarístico ha sido
instituido por amor y nos hace presente sacramentalmente a Cristo, es digno de
acción de gracias y de culto. Este culto debe manifestarse en todo encuentro
nuestro con el Santísimo Sacramento, tanto cuando visitamos las iglesias como
cuando las sagradas Especies son llevadas o administradas a los enfermos.
La adoración a Cristo en este sacramento de amor debe
encontrar expresión en diversas formas de devoción eucarística: plegarias
personales ante el Santísimo, horas de adoración, exposiciones breves,
prolongadas, anuales (las cuarenta horas), bendiciones eucarísticas,
procesiones eucarísticas, Congresos eucarísticos[13]. A este respecto merece
una mención particular la solemnidad del «Corpus Christi» como acto de culto
público tributado a Cristo presente en la Eucaristía, establecida por mi
Predecesor Urbano IV en recuerdo de la institución de este gran Misterio. [14]
Todo ello corresponde a los principios generales y a las normas particulares
existentes desde hace tiempo y formuladas de nuevo durante o después del
Concilio Vaticano II.[15]
La animación y robustecimiento del culto eucarístico son una
prueba de esa auténtica renovación que el Concilio se ha propuesto como
finalidad y de la que es el punto central. Esto, venerados y queridos hermanos,
merece una reflexión aparte. La Iglesia y el mundo tienen una gran necesidad
del culto eucarístico. Jesús nos espera en este sacramento del amor. No
escatimemos tiempo para ir a encontrarlo en la adoración, en la contemplación
llena de fe y abierta a reparar las graves faltas y delitos del mundo. No cese
nunca nuestra adoración.
EL MANTEL
DEL ALTAR
CATEGORÍA: ORNATO IGLESIAS.
El altar debe de cubrirse con un mantel de color blanco. En algunos lugares les gusta poner el mantel del color litúrgico del día, pero eso es incorrecto. El mantel siempre debe de ser blanco (IGMR 117 y 304).
El mantel debe de ser de la forma medida del altar, de acuerdo a la Instrucción General del Misal Romano. Hay lugares en que se ponen manteles genéricos, que le quedan grandes al altar y lo cubren por el frente, dando la apariencia de desproporción y descuido. Lo más digno es que cubra el altar por la parte superior y que cuelgue solo por los lados, o que solo algún ornato pequeño cubra la parte superior del frontal.
La
Instrucción General del Misal Romano indica que debe ser “al menos un mantel”.
Eso significa que eso es lo mínimo. De acuerdo a la tradición, es conveniente
poner otro mantel por debajo del exterior, que suele ser más pequeño pues solo
cubre la parte superior y no pende por los lados. A este se le llama bajo
mantel.
Cuando no se
celebra misa, es conveniente poner un lienzo sobre el mantel para protegerlo
del polvo. Se le llama cubremantel. Es mejor colocarlo a quitar los manteles
cuando no se celebra misa, porque la ausencia de mantel es un símbolo del luto
del Viernes Santo.
LA CREDENCIA
CATEGORÍA: ORNATO
IGLESIAS.
La credencia es una mesita
que se sitúa en el presbiterio para tener cerca los vasos sagrados y otros
objetos litúrgicos que se emplean en una celebración.
En la antigüedad estos
objetos se colocaban en nichos que se hallaban en las paredes de los templos;
después los nichos se sustituyeron por arcas y armarios en donde podían
guardarse los objetos; con la aparición de las sacristías, aparecieron mesas en
donde colocar los objetos litúrgicos.
La credencia debe
situarse del lado derecho del sacerdote, pues por este lado es que se le acerca
el cáliz, las vinajeras y el lavabo. Situarla del otro lado hace el camino más
largo para los acólitos, generando que deban cruzarse por la espalda del celebrante.
Es conveniente cubrirla con un mantel durante las celebraciones.
Puede colocarse una
segunda mesa llamada mesa de las ofrendas en el lugar de la nave en donde
inicia la procesión de las ofrendas. Esta se cubre con un paño. Solamente se
usa en las Misas en donde los fieles participan llevando los dones.
Para la Santa Misa, en
la credencia se coloca el cáliz preparado (con un purificador, la patena con
una o varias hostias, la palia, pudiendo cubrirlo con un velo del color de los
ornamentos del día, el corporal doblado que puede ponerse en una carpeta); el
atril y el misal (el misal también se puede colocar junto a la sede o lo puede
llevar un acólito); el aguamanil, la jofaina y la toalla; la campanilla; la
bandeja de la comunión; el copón y las vinajeras (que también pueden colocarse
en la mesa de las ofrendas, si es que serán llevados en el ofertorio por
algunos fieles).
Si se usa mesa de las
ofrendas, encima se coloca un copón con formas, las vinajeras y las ofrendas
para los pobres de acuerdo a las costumbres locales. Ahí no deben colocarse
velas, y debe ser alta y segura para evitar que alguien, por accidente, llegue
a tirar lo que se puso encima.
LITURGIA. Acompañando gotitas litúrgicas.
POR QUÉ NOS PERSIGNAMOS ANTES DE LEER EL EVANGELIO?
En Misa, luego de que se leen la primera y segunda lectura junto con el salmo, llega el momento de leer el Evangelio. El sacerdote cuando está frente al ambón, mientras signa el misal dice: “Lectura del Santo Evangelio según San…” y al mismo tiempo los fieles hacemos la señal de la Cruz sobre la frente, la boca y el pecho. ¿Por qué hacemos este gesto y cuál es su sentido?
La Instrucción General del Misal Romano establece: “Ya en el ambón, el sacerdote abre el libro y, con las manos juntas, dice: El Señor esté con ustedes; y el pueblo responde: Y con tu espíritu; y en seguida: Lectura del Santo Evangelio, signando con el pulgar el libro y a sí mismo en la frente, en la boca y en el pecho, lo cual hacen también todos los demás. El pueblo aclama diciendo: Gloria a Ti, Señor” (IGMR 134).
Este gesto que hacemos todos los fieles junto con el sacerdote, no debe ser pasado por alto ni visto como un simple rito que hay que seguir. En ese momento, cuando nos hacemos esas señales de la cruz, expresamos que, el relato del Evangelio que estamos por escuchar, penetre nuestra mente y se aloje en nuestros labios, para luego salir a compartirlo a los demás; y que al mismo tiempo, permanezca en nuestro corazón como un fuego que no se apaga.
A través de cada lectura que se lee en la celebración somos testigos de la historia del plan de la salvación que Dios ha trazado. Además de que en ellas, Él guarda un mensaje para todos nosotros, pero de especial modo en el santo Evangelio, Cristo mismo se hace vivo y presente.
Al compartir y escuchar juntos la Palabra de Dios, nos convierte en luz para iluminar a los demás. Por eso, debemos acogerla tanto en la mente como en el corazón, para una vez conocida y comprendida, salgamos a proclamarla, tarea de todo bautizado. Todo esto, siempre bajo la luz del Espíritu Santo, autor e inspiración de quienes la escribieron.
¿Qué pasa en tu corazón después de que escuchas la Palabra de Dios? Su lectura no puede dejarnos indiferentes, pues debe invitarnos a examinar cómo estamos llevando nuestra vida y cómo vivimos nuestra fe. Ya nos dice San Pablo: “Es viva la Palabra de Dios y eficaz, y más cortante que espada alguna de dos filos. Penetra hasta las fronteras entre el alma y el espíritu, hasta las junturas y médulas; y escruta los sentimientos y pensamientos del corazón” (Hb 4,12).
En cada lectura del
Evangelio, Cristo toca la puerta de nuestro corazón, para habitar con nosotros
y llenarnos totalmente, ábrele la puerta y hazlo partícipe de ti. Recuerda sus
palabras: “Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre
la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3, 20).
LA SAGRADA EUCARISTÍA.
La Sagrada Eucaristía
En cierto momento de la
Misa católica, el sacerdote dice a los fieles: “¡Levantemos el corazón!” Sursum
corda en latín. Y el pueblo responde: “Lo tenemos levantado hacia el Señor”.
Cuando se refiere a
Dios y a las cosas de Dios, hasta a los creyentes hay que decirles:
“¡Levantemos el corazón!” Nuestros corazones y nuestras mentes tienden a
sumergirse en los intereses mundanos en las exigencias de la carne y de la vida
cotidiana. Al hablar sobre la Sagrada Eucaristía--y aun más cuando estamos en
Misa o cuando comulgamos--debemos hacer todo lo posible, con la ayuda de la
gracia, para mantener nuestros pensamientos fijos y levantados hacia lo que
Dios está haciendo.
Antes de hablar de las
obras de Dios, tenemos que comenzar con una palabra sobre el Altísimo. Dios es
autosuficiente de por sí. Él no necesita nada, y ninguna criatura puede
amenazar o disminuir la felicidad del Creador. Siempre y eternamente, Dios es
el Padre de su sempiterno Hijo divino y la fuente, en unidad con el Hijo, del
Espíritu Santo. Siempre unidos, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo viven en
la eterna perfección de belleza, amor, santidad, unidad, vida y verdad.
Puesto que Dios no
tenía la necesidad de crear, se desprende que Él creó el universo por mera
bondad, libertad y generosidad. Más aun, no se limitó a crear las estrellas,
planetas, plantas y animales, sino que eligió también crear personas que
participaran en Su propia vida eterna divina y de su felicidad infinita. Hizo
dos clases, a saber, ángeles y hombres. Dios hizo a los ángeles y a nosotros
capaces de recibir de Él el don (o gracia) de conocerle y amarle, de morar en
Él, y de participar de su propia felicidad y vida divina.
La simple creación de
ángeles y hombres, sin embargo, no es lo mismo que conducirlos a la infinidad y
perfección de la vida divina. De hecho, sabemos que una vez creados, el hombre
(a través de nuestros primeros padres a quienes la Biblia llama Adán y Eva) y
algunos ángeles “cayeron” por el pecado. En el caso del hombre, esto resultó en
el alejamiento de Dios y el rompimiento de la armonía en la cual nuestros
cuerpos y almas habían sido creados. Y desde entonces se ven las consecuencias
del pecado original: el pecado personal, vicio, pasiones desordenadas, olvido
de Dios, sufrimiento, enfermedad y muerte.
EL SACRAMENTO DEJADO POR CRISTO.
En la última cena, Jesús deja su prueba de amor, “Habiendo amado a los suyos que vivían en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 23,1), haciéndose cuerpo y sangre para nosotros, “Jesús tomó el pan, lo bendijo, lo partió y lo dio a sus discípulos diciendo: tomad, comed, esto es mi Cuerpo. Después, tomando una copa, dio gracias y se la pasó diciendo: Bebed todos de ella, porque esta es mi sangre, sangre de la alianza, que va a ser derramada por la multitud en remisión de los pecados” (Mt 26, 25-28) y deja el mandamiento de repetir su gesto y sus palabras “Haced esto en memoria mía” (Lc 22,19).
Desde su venida al mundo, Jesús conocía la voluntad de su Padre, “Tanto
amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de
los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó a su
hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él”
(Jn 3,16-17), y esto culmina de modo especial en la Eucaristía, pues primero se
donó en ella, para después salvar al mundo del pecado en una cruz.
Nuestro Señor no nos dejó huérfanos (cf. Jn 14, 18), por eso “en el Santísimo Sacramento de la Eucaristía, Él mismo se nos entrega e con Él nos dona la alegría de amar como Él ama, pidiéndonos que compartamos su Amor victorioso con nuestros hermanos y hermanas del mundo”, 17permaneciendo con nosotros todos los días, hasta en fin del mundo (cf. Mt 28, 20).
Se entregó totalmente como el pan de vida que se da a los hombres “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo” (Jn 6,51). En el deseo del Señor que nos ama y que desea que le amemos, se hace alimento, “en la Eucaristía, Jesús no da algo, sino a sí mismo; ofrece su cuerpo y derrama su sangre. Entrega así toda su vida, manifestando la fuente originaria de este amor divino.”18
Todo este amor es manifestado en nuestra vida cristiana, en cada día y
en cada circunstancia, en especial en cada celebración eucarística, pues “la
vida cristiana se manifiesta en el cumplimiento del principal mandamiento, es
decir, en el amor a Dios y al prójimo, este amor encuentra su fuente
precisamente en el Santísimo Sacramento, llamado generalmente Sacramento del
amor”.19
18 – BENEDICTO XVI, SC, 7
19 – JUAN PABLO II, DC, 5
LA SAGRADA EUCARISTÍA.
Puesto que Dios es omnisciente, sin duda nuestra caída no le tomó de
sorpresa. Hasta estaríamos tentados a preguntar: “¿Por qué no nos detuvo?” Sin
duda estaríamos preguntándonos todas estas cosas si Dios no hubiera comenzado,
en la plenitud del tiempo, a revelarse a sí mismo nuevamente y a llevar a cabo
no sólo una restauración del hombre caído, sino a elevar al hombre a una
exaltación nueva y nunca antes soñada. Cualquiera que fuera la felicidad de
Adán y Eva antes de su pecado y sus horribles consecuencias, su felicidad no
puede compararse con las bendiciones, el regocijo y la gloria que Dios decidió
concedernos en Jesucristo. De hecho, ni Dios mismo hubiera podido darnos un don
mayor, o elevarnos a una vida más sublime, que la que Él nos da en Cristo. La unión
con Cristo no sólo nos perdona y nos limpia de nuestros pecado sino también nos
hace dignos partícipes de la misma vida divina de Dios. Dios Padre nos invita a
adentrarnos en la Santísima Trinidad en Su Hijo eterno, quien “se hizo hombre
para que los hombres pudieran hacerse Dios” (como dice San Agustín). Dios nos
ofrece membresía en el Hijo eterno, y por lo tanto Él se nos ofrece a sí mismo,
y nada menos.
Así como la grandeza de la generosidad de Dios es demasiado buena como
para que alguien se la hubiera imaginado de antemano, así también las formas
que Él dispuso para ejecutar su plan eran demasiado maravillosas para
imaginarlas de antemano. Como sabemos, después de siglos preparando un pueblo
escogido, el pueblo judío, Dios envió al mundo a su propio Hijo. Como se dice
en el Credo de los Apóstoles, el Único Hijo “fue concebido por obra del
Espíritu Santo, nacido de Santa María Virgen, padeció bajo el poder de Poncio
Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado; descendió a los infiernos; al
tercer día resucitó de entre los muertos; ascendió a los cielos, y está sentado
a la derecha de Dios Padre Todopoderoso; desde allí ha de venir a juzgar a
vivos y muertos”.
EL SACRAMENTO DEJADO POR CRISTO.
Perpetuando su
presencia entre nosotros, presencia esta Real con el Cuerpo, Sangre, Alma y
Divinidad, “la Eucaristía se manifiesta, pues, como culminación de todos os
sacramentos, en cuanto lleva a perfección la comunión con Dios Padre, mediante
la identificación con el Hijo Unigénito, por obra del Espírito Santo”. 20
Así, somos invitados a
buscar en la Eucaristía el origen de toda forma de santidad, a adherirnos
personalmente a él, hasta unirnos con el Señor amado, manifestando con nuestra
propia vida eucarística el esplendor y la belleza de pertenecer a Él, para que
en la celebración eucarística, caminemos hasta el cielo, donde todos los
elegidos podrán participar de la mesa del Reino. 21
LA EUCARISTÍA EN LA VIDA DE LA IGLESIA.
La Iglesia ha recibido
la Eucaristía de Cristo como un don por excelencia, porque es Él mismo, es
decir, su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. Por eso, “la Eucaristía hace la
Iglesia”22 y la Iglesia vive de la Eucaristía, que dirige su mirada
continuamente a su Señor, presente en el sacramento del altar, en el cual
descubre la plena manifestación de su inmenso amor.23
Sin embargo, la fe de
la Iglesia es esencialmente fe eucarística, porque se alimenta de modo
particular en la mesa de la Eucaristía, 24 que es el don más grande, donde el
divino Esposo ha ofrecido y ofrece sin cesar a su Esposa, que es la Iglesia;
mientras nuestra vocación es la de suscitar y cultivar, sobre todo con el
ejemplo personal, toda manifestación de culto hacia Cristo, presente y operante
en el Sacramento del amor.
“Con una sola fe y una
sola Iglesia”25 la Eucaristía se hace presente todos os días en nuestras vidas,
a través del santo Sacrificio de la Santa Misa, mediante el ministerio
sacerdotal, el cual pronuncia las palabras o, más bien, “pone su boca y su voz
a disposición de Aquél que las pronunció en el Cenáculo y quiso que fueran
repetidas de generación en generación por todos los que en la Iglesia
participan ministerialmente de su sacerdocio”.26
En efecto, con las
palabras del sacerdote, la Eucaristía pasa a contener todo el bien espiritual
de la Iglesia, es decir, “Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan de Vida, que da la
vida a los hombres por medio del Espíritu Santo, y que se realiza plenamente
como eficacia salvífica, cuando se comulga recibiendo el cuerpo y la sangre del
Señor”.27
Con este Santo
Sacrificio, la Iglesia entera permanece en oración, pues celebra su tesoro, el
corazón del mundo, la garantía del fin al que todo hombre, aunque sea
inconscientemente, aspira.28 También es una unión con la Iglesia celeste, donde
todos los ángeles y santos, están en perfecta unión con la Iglesia militante,
honrando con alabanzas a Dios y ayudando a los fieles a dirigirse con más
dignidad ante la presencia del Señor.
20 – JUAN PABLO II, Ecclesia
de Eucharistia, 17-04-2003, 34
21 – cf. CATECISMO DE
LA IGLESIA CATÓLICA, 1344
22 – IBÍD. 1118
23 – cf. JUAN PABLO II,
EE, 1
24 – cf. BENEDICTO XVI,
“SC”, 6
25 - XI SÍNODO DE LOS
OBISPOS, La Eucaristía: Pan vivo para la luz del mundo, 2
26 – JUAN PABLO II, EE,
5
27 - BENEDICTO XVI, SC,
16
LAS MANOS DEL
SACERDOTE.
LAS MANOS DEL SACERDOTE
Aún en el sacerdote
indigno, pecador e infiel sus manos son luminosas, derraman el poder de Dios y
queman a los demonios.
No podemos ver estas
cosas espirituales intangibles e invisibles sin la fe en el espíritu.
Las manos del sacerdote
son la pesadilla y el espanto para el infierno porque ellos podrán hacer caer a
un sacerdote por sus pecados e infidelidades, pero no podrán encadenarle sus
manos.
Estas manos nos
administran los sacramentos, o sea, nos llevan al Reino que no es de este
mundo, la gloria. Y estas manos nada menos que consagran el pan y el vino en el
Cuerpo y Sangre de Nuestro Señor (el exorcismo más poderoso contra satanás y su
ejército).
Y ES QUE HERMANOS
DÍGANME, QUIEN NO HA SENTIDO EL PODER DE LAS MANOS DE UN SACERDOTE CUANDO LAS IMPONEN
SOBRE NUESTRAS CABEZAS.
La Beata Ana Catalina
Emmerich dice que aún en el infierno sus manos brillarán con un brillo
especial.
El demonio tiene la
guerra más grande contra los sacerdotes pues tienen las armas más poderosas
para derrotarlos y si cae un sacerdote arrastra a miles de almas con él.
Supliquemos diariamente
al Señor:
Dios Todopoderoso, te
suplicamos nos envíes muchos y santos sacerdotes transformados en Jesús.
Envíanos muchos
sacerdotes obedientes y amantes al Sagrado Corazón de Jesús y al Inmaculado
Corazón de María.
Danos sacerdotes castos
y fieles a nuestra Santa Madre Iglesia y al Magisterio y la Tradición que nos
ayuden en el camino de la Salvación y nos ayuden a reprender, a liberarnos de
la confusión del cisma de la herejía y de la apostasía que está muy visible en
nuestra Iglesia Católica para que podamos ser fieles a la verdadera Iglesia
Remanente Purgante Militante Y Triunfante de este Final de los Tiempos.
"YO NO SOY DIGNO QUE ENTRES A MI CASA..."
Por qué en la Misa, antes de acercarnos a la
Eucaristía, decimos: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una
sola palabra tuya bastará para sanarme»? (F.B.)
El contexto está claro para todos: inmediatamente
después de la plegaria eucarística, con la presencia de Jesús en el altar, nos
dirigimos juntos a Dios llamándolo Padre; después recibimos y nos
intercambiamos el don de la paz, primer don del Resucitado; después tiene lugar
la fracción del pan eucarístico, acompañada del canto del Cordero de Dios;
finalmente llegamos a las palabras, recitadas antes sólo por el sacerdote y
después junto con los fieles, mientras se eleva la hostia consagrada partida:
«Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Dichosos los
invitados a la cena del Señor. – Señor, no soy digno de que entres en mi casa,
pero una sola palabra tuya bastará para sanarme».
El Ordenamiento General del Misal Romano, hablando de
los ritos de comunión, en el número 84 indica el sentido preciso de estas
palabras: «…el sacerdote muestra a los fieles el pan eucarístico… les invita al
banquete de Cristo… junto con ellos expresa sentimientos de humildad,
sirviéndose de las palabras evangélicas prescritas».
La Iglesia ha elegido, como último momento en
preparación al recibimiento de la eucaristía, de retomar las palabras del
centurión romano de Cafarnaúm, cuando pidió a Jesús que curara a su siervo
fiel, por desgracia paralizado y sufriendo mucho: «Señor, yo no soy digno de
que entres en mi casa, pero dí solo una palabra y mi siervo se curará» (Mt
8,8).
La actitud de extrema humildad y de profunda
confianza que caracterizó la petición de este oficial pagano al requerir la
intervención salvadora de Cristo en su casa – una verdadera y auténtica
profesión de fe – quiere y debe ser la actitud de todos nosotros, sacerdotes y
fieles (¡estas palabras tienen que decirlas juntos!) en el momento en el que
estamos a punto de recibir al Señor en nuestro corazón. Por supuesto, ninguno
de nosotros es «digno» de Jesús, de su presencia y de su amor, pero sabemos en
la fe que basta sólo un signo, una palabra, una mirada y Él puede salvarnos.
Fórmulas parecidas, inmediatamente antes de la
comunión, aparecen ya desde el siglo X; gradualmente se afirma, desde el siglo
XI en adelante – aunque con diversas variantes – la oración del centurión
romano, a menudo recitada tres veces. Después de la reforma litúrgica, el Misal
de Pablo VI de 1970 ha conservado estas palabras, pero pronunciándolos una sola
vez y omitiendo la percusión del pecho y el signo de la cruz con la hostia,
gestos usados desde el siglo XV.
Los judíos y paganos no convivían entre sí, es por eso
que en este evangelio podemos observar que el Centurión se siente indigno de
recibir a Jesús en su casa, pues se considera un hombre pecador frente a Dios y
sabe que Jesús tiene autoridad en su palabra, de tal manera, se atreve a pedir
un favor especial no para sí, sino para un sirviente, con la plena seguridad y
confianza de que su petición será atendida, pues el Centurión conoce de oídas
de la bondad y misericordia del Señor Jesús.
Algo que podemos resaltar de este mensaje es la fe de
este hombre y la oración, pues de una manera muy sencilla se dirige al Señor y
su actitud impresiona a Jesús, porque su oración es para interceder por alguien
más. Hoy para nosotros este relato es muy esperanzador, ya que constantemente
pedimos la intercesión de los Santos para un bien personal o comunitario,
pedimos la ayuda de Dios, y quizá no somos conscientes de los milagros que cada
día realiza en nuestra vida y en la de los otros. El sirviente ha recibido la
gracia de la sanación sin haber pronunciado ni una sola palabra, e igual
nosotros seguramente hemos sido beneficiados con la oración de nuestros
hermanos.
Pidamos hoy al Señor que nos ayude a ser humildes y
saber pedir su ayuda, y confiemos en el poder que tiene la oración, pero sobre
todo en la bondad y misericordia del Señor.
¿DEBERÍAMOS DECIR: "SEÑOR MÍO Y DIOS MIO"
DURANTE LA CONSAGRACIÓN?
Litúrgicamente, especialmente en América Latina, la
tradición de la Iglesia ha sido decir “Señor mío y Dios mío” al momento de la
consagración, esta hermosa expresión fue dicha por el Apóstol Tomás, a quien
celebramos este 3 de julio, él incrédulo a la resurrección del Señor, expresa
que creerá hasta que Jesús le muestre sus llagas y su costado y pueda tocarlas.
Y así sucedió.
Esta es la primera proclamación de la divinidad de
Jesús, dado que antes de la resurrección del Señor eran títulos proféticos
como: “Tú eres el hijo de Dios, el salvador” “Tú eres el Cristo, el hijo de
Dios vivo”, pero Tomás es la primera persona que llama a Jesucristo Dios
públicamente.
Es por ello que es la expresión más apropiada para la
elevación del momento de la consagración, sin embargo, aunque estas palabras
sean muy adecuadas, deben decirse en silencio, son palabras que yo pronunció
repetidamente en mi corazón mientras dura la elevación, porque las normas
litúrgicas nos piden que nosotros contemplemos al Señor la divinidad del Señor
en silencio.
NOTA.
Como se dice al final: Contemplemos al Señor, es ahí
donde muchos fieles bajan la mirada en vez de Contemplar el gran milagro.
Cristo que se ha ofrecido (altar) hecho sacrificio (Hostia) a vencido a la
muerte. Por lo que te digo hermano, sube la mirada y contempla a tu Dios y mi
Dios victorioso.
LA PRESENCIA DE CRISTO EN LA LITURGIA.
El sacerdote ejerce el ministerio litúrgico no como
líder o como delegado de la comunidad, sino in persona Christi. Jesucristo
actúa por medio de la persona del sacerdote, su voz, sus manos, hasta el punto
de poder decir: «Esto es mi cuerpo».
Todo lo que se ha ido viendo (la gracia, la obra de
la salvación, etc.) sólo es posible y real si la liturgia no es una
construcción humana, una celebración emotiva que el grupo fabrica, un símbolo
para canalizar sus vivencias y compromisos.
La liturgia, como obra de la salvación de Dios y
comunicación de la gracia, es posible sólo porque Cristo está presente en la
liturgia. Es decir, la liturgia es obra de Cristo, no de los hombres o del
grupo o de la comunidad; la liturgia es glorificación de Dios y sólo tiene,
sólo puede tener, un único protagonista, Jesucristo, hacia quien convergen las
miradas y los corazones, y nos eleva al Padre: ¡levantemos el corazón! Es un
craso y grave error la distorsión de la secularización: los participantes se
convierten en protagonistas, acaparando el espacio y la atención, y Cristo
queda como una excusa o justificación para celebrarse ellos mismos a sí mismos.
Es la liturgia convertida en espectáculo, el sacerdote en showman o
telepredicador, los fieles en actores que suben y bajan al presbiterio para
hacer algo cada uno (una monición, una petición, llevar una ofrenda, la que sea
con tal de subir) reclamando su derecho a tener su minuto de gloria. No hay
silencio en ningún momento, ni oración, ni escucha contemplativa, ni ofrenda de
la propia vida, ni adoración. Nada de esto aparece en el Vaticano II ni en la
Constitución sobre la sagrada liturgia, más bien lo contrario.
Al estar Cristo presente en la liturgia, ésta es
acción de Cristo por su Espíritu Santo y todo en la liturgia debe contribuir a
que brille sólo el Señor, a que sólo Cristo sea el centro de toda la liturgia,
eliminando cualquier otro protagonismo (del yo, del grupo, del sacerdote, del
movimiento) que oscurezca la gloria de Cristo en la liturgia.
La Iglesia puede continuar la obra de la salvación
porque Cristo está presente y actúa: “Para realizar una obra tan grande, Cristo
está siempre presente en su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica” (SC 7).
La Iglesia nada hace por sí misma, ni se da la vida a sí misma… sino que todo
lo recibe del Señor y actúa con el poder de Cristo porque Cristo está presente
en ella.
REDEMPTIONIS SACRAMENTUM.
La instrucción Redemptionis Sacramentum, describe detalladamente cómo debe celebrarse la Eucaristía y lo que puede considerarse como "abuso grave" durante la ceremonia. Aquí les ofrecemos un resumen de las normas que el documento recuerda a toda la Iglesia.
LA PLEGARIA EUCARÍSTICA.
Sólo se pueden utilizar las Plegarias Eucarísticas del Misal Romano o las aprobadas por la Sede Apostólica. Los sacerdotes no tienen el derecho de componer plegarias eucarísticas, cambiar el texto aprobado por la Iglesia, ni utilizar otros, compuestos por personas privadas.
Es un abuso hacer que algunas partes de la Plegaria Eucarística sean pronunciadas por el diácono, por un ministro laico, o bien por uno sólo o por todos los fieles juntos. La Plegaria Eucarística debe ser pronunciada en su totalidad, y solamente, por el sacerdote.
El sacerdote no puede partir la hostia en el momento de la consagración.
En la Plegaria Eucarística no se puede omitir la mención del Sumo Pontífice y del Obispo diocesano.
GOTITAS LITÚRGICAS.
VESTIDURAS LITÚRGICAS.
Las oraciones que
acompañan el proceso de vestir
Cuando el sacerdote
viste las vestiduras litúrgicas, realiza un rito real, que contribuye al
proceso de ‘despersonalización’, haciendo que el celebrante mismo, como un
hombre común, se convierta durante el tiempo de la liturgia en alguien que no
sea él mismo, una especie de emanación de Cristo.
Los textos de estas
oraciones particulares a menudo se encuentran en la sacristía, aunque la
mayoría de ellos ya no son obligatorios.
La ceremonia de vestir
siempre comienza con la ablución de las manos, que anuncia la separación de
todo lo que es ordinario y profano, para acercarse a una dimensión más
espiritual y sagrada. La oración que acompaña a la ablución de las manos dice:
Da, Domine, virtutem manibus meis ad abstergendam omnem maculam; ut sine
pollutione mentis et corporis valeam tibi servire. (Purifica, Señor, de toda mancha mis manos con
tu virtud, para que pueda yo servirte con limpieza de cuerpo y alma. Amen).
Como ya hemos
mencionado en relación con la lista de vestiduras litúrgicas, el proceso de
vestir procede gradualmente, superponiendo a las varias vestiduras de acuerdo
con las reglas codificadas a lo largo de los siglos.
Primero se pone el
amito, la tela blanca cuya función es cubrir el cuello del sacerdote si el alba
no es suficiente. Es una especie de ‘protección’ contra el mal y las
tentaciones, un casco simbólico. La oración prevista para ponerse el amito de
hecho recita: Impone, Domine, capiti meo galeam salutis, ad expugnandos
diabólicos incursus. (Pon, Señor, sobre mi cabeza el yelmo de salvacion, para
rechazar los asaltos del enemigo. Amen).
Posteriormente, el
sacerdote se pone un alba, símbolo de pureza y santidad, un pase esencial para
ascender a la gracia divina. Al usar el alba, el sacerdote debe recitar: Dealba
me, Domine, et munda cor meum; ut, in sanguine Agni dealbatus, gaudiis perfruar
sempiternis. (Hazme puro Señor, y limpia mi corazon, para que, santificado por
la Sangre del Cordero, pueda gozar de las delicias eternas. Amen).
El alba se aprieta en
la cintura con el cíngulo, que puede ser de diferentes colores, según el tiempo
litúrgico. El cíngulo simboliza las virtudes de dominio de sí mismo, y el
sacerdote recuerda a citar San Pablo: Praecinge me, Domine, cingulo puritatis,
et exstingue in lumbis meis humorem libidinis; ut maneat in me virtus
continentiae et castitatis. (Ciñeme Señor con el cingulo de Tu pureza, y borra
en mis carnes el fuego de la conscupicencia, para que more siempre en mi, la
Virtud de la continencia y la castidad. Amen).
La estola sacerdotal
distingue al celebrante más que cualquier otra vestidura litúrgica. Mientras se
la pone el sacerdote recita: Redde mihi, Domine, stolam immortalitatis, quam
perdidi in praevaricatione primi parentis; et, quamvis indignus accedo ad tuum
sacrum mysterium, merear tamen gaudium sempiternum. (Devuelveme Señor, la
estola de la inmortalidad, que perdi con el pecado de mis primeros padres, y
aun cuando me aceptas sin ser digno a celebrar tus Sagrados Misterios, haz que
merezca el gozo Eterno. Amen).
Por fin, el sacerdote
que está a punto de celebrar la Santa Misa se pone la casulla. La oración
prevista retoma las palabras de Jesús: Domine, qui dixisti: Iugum meum suave
est, et onus meum leve: fac, ut istud portare sic valeam, quod consequar tuam
gratiam. Amen. (Señor, que has dicho, mi yugo es suave, y mi carga liviana, haz
que la lleve a tu manera y consiga tu gracia. Amen)
¿POR QUÉ UNA GRAN CRUZ SE LLEVA EN PROCESIÓN ANTES DE LA MISA?
A veces antes de
celebrar la Eucaristía, los sacerdotes entran en procesión desde la entrada de
la iglesia, precedidos de una gran cruz cargada por un monaguillo.
Levada en alto durante
ceremonias religiosas, sobre todo al comienzo de la misa, la cruz de procesión,
delante del sacerdote, indica a todos los presentes que es Cristo quien abre el
camino.
Cristo se representa
además siempre en esta cruz porque Él está a la cabeza de su pueblo. Como el
buen pastor, orienta el sentido de la marcha.
Esta famosa cruz, muy
alta para que sea visible por todos, es portada por una persona a la que se
llama cruciferario, crucífero o crucero.
Cuando el número de
monaguillos lo permite, viene precedida del incensario, llevado en este caso
por el turiferario para purificar la iglesia.
Los ceroferarios, que
llevan cirios encendidos, acompañan la cruz para mostrar a la asamblea que
Cristo es la luz del mundo.
A la llegada al altar,
la cruz procesional se coloca en su lugar correspondiente, en el tripié, en el
coro, previsto para tal efecto.
Tras la celebración,
durante la procesión de salida, la cruz se coloca siempre en primer lugar
porque ya no es necesario purificar la iglesia.
LOS GESTOS LITÚRGICOS.
Los Gestos de la
Plegaria.
En todo culto, la
actitud del cuerpo en la oración es de lo más noble, porque traduce al exterior
los sentimientos más elevados del alma, los que se dirigen a la divinidad; pero
en la liturgia cristiana quiere expresar especialmente aquella eminente
dignidad sobrenatural a la que ha sido elevado el fiel y aquella universal
paternidad que venera él en Dios.
LOS GESTOS DE LA
ORACIÓN SON CUATRO:
a) La plegaria en pie
con los brazos extendidos y elevados.
b) La plegaria hacia el
oriente y con los ojos dirigidos al cielo.
c) La plegaria de
rodillas.
d) La oración con las
manos juntas.
La plegaria en pie con
los brazos extendidos y elevados.
La posición rígida era
la postura acostumbrada de los pueblos antiguos durante el servicio religioso y
en general ante una persona de autoridad. También los hebreos oraban en el
templo y en la sinagoga de pie, con la cabeza descubierta, elevando las manos al
cielo. Los primeros cristianos, en memoria de Cristo y del Apóstol, usaron en
sus costumbres rituales el mismo gesto simbólico, pero imprimiéndole un nuevo
significado: el sentimiento del ser humano, que no es ya más esclavo del
pecado, sino libre, por ser hijo de Dios, hacia el cual puede elevar
confiadamente sus ojos y manos como a su Padre. Una representación viva de tal
postura cristiana en la oración es la figura del orante, que nos han dejado con
profusión los frescos y sarcófagos antiguos. En ellos, el orante aparece en
pie, la cabeza elevada y erguida, los ojos elevados al cielo, las manos
extendidas en forma de cruz. Que los fieles oraban ordinariamente así en los
primeros siglos nos lo atestiguan ampliamente los escritores de aquel tiempo,
comenzando por Clemente Romano, Tertuliano y San Cipriano, hasta San Juan
Crisóstomo, San Ambrosio y San Máximo de Turín (+ 465). El canon 20 del
concilio de Nicea lo manda expresamente.
La práctica de orar en
pie se mantuvo siempre en la Iglesia; aun hoy día muchas antiguas basílicas
están desprovistas de medios para sentarse. Pero la liturgia la prescribe en
particular los domingos, durante el tiempo pascual, en la lectura del
evangelio, de los cánticos y de los himnos. Análoga disciplina se encuentra en
las Reglas monásticas más antiguas del Oriente y del Occidente, según las
cuales los monjes, durante la salmodia, debían estar en pie: S’c stemus ad
psallendum, ut mens nostra concordet voci nostrae, dice San Benito. La postura
se hacía menos gravosa apoyándose en soportes en forma de tau, en forma de
brazuelos (cambutae), que muchas veces se unían a los bancos del coro. La
disciplina se conservó con alguna resistencia hasta el siglo XI; en esta época
comenzó por vez primera a mitigarse, aplicando a los sitiales del coro unos
apéndices (llamados "misericordia") sobre los que se apoyaba la
persona sin estar propiamente sentada, hasta que entró la costumbre de sentarse
sin más. Los asistentes al coro se levantaban, como constata el concilio de
Basilea (1431, 49), Bolamente al Gloria Paírí. Esta mayor amplitud se tomó del
ceremonial de los obispos; pero la antigua severidad se conserva todavía en
diversas familias religiosas masculinas y femeninas.
La posición erguida en
la oración, si era para los fieles una práctica vivamente inculcada, para el
sacerdote fue siempre considerada una regla precisa cuando cumplía los actos
del culto, es decir, en las funciones de mediador entre Dios y los hombres. Al
ejemplo de Moisés, del cual está escrito: Stetit Moyses in confractionem. San
Juan Crisóstomo observa: Sacerdos non sedet sed stat; stare enim signum est
actionis liturgicae. La más antigua representación de la misa en el cementerio
de Calixto, del final del siglo II, nos muestra al sacerdote de pie y con las
manos dirigidas hacia el tríbadion que lleva las oblatas. Por eso en la misa,
en la administración de los sacramentos y en los sacramentales, en el oficio
divino, el sacerdote adopta la posición erguida. Sobre este particular, la
Iglesia fue siempre rígido guardián de la antigua costumbre; sólo cedió en un
punto, como antes decíamos: la salmodia.
El gesto en la plegaria
con los brazos abiertos en forma de cruz fue el predilecto de las primeras
generaciones cristianas por su místico simbolismo con Cristo crucificado.
Tertuliano lo presenta, en efecto, con una postura original cristiana frente a
un gesto pagano similar: Nos vero non aitollimus tantum, sed etiam expandimus
(manus) et dominica passione modulati, orantes, confitemur Domino Christo. La
vigésimo séptima de las odas que llevan el nombre de Salomón (siglo II) delinea
poéticamente la figura: Tengo extendidas mis manos y he alabado a mi Señor;
porque el extender mis manos es la señal de El; y mi postura erguida, el madero
del medio. Alleluia!
Así, Santa Tecla (c.190)
se presentó, poco antes de morir en la arena, de pie, orando con los brazos
abiertos, en espera del asalto de las fieras. San Ambrosio exhortaba a rezar
así: Debes in (oratione tua crucem Domini demonstrare; y él mismo, según su
biógrafo Paulino, extendido sobre el lecho de muerte, oró con los brazos en
cruz. San Máximo de Turín (+ d.465) insiste particularmente sobre este gesto en
la plegaria. "El hombre — dice él — no tiene más que levantar las manos
para hacer de su cuerpo la figura de la cruz; he aquí por qué se nos ha
enseñado a extender los brazos cuando oramos, para proclamar con este gesto la
pasión del Señor."
Esta expresiva actitud
en la oración continuó durante toda la Edad Media, especialmente en los
monasterios de Italia e Irlanda, Los monjes usaban de ella como de un estímulo
para un fervor mayor; a veces también, prolongada, sirvió como un duro
ejercicio de penitencia, que se ejecutaba apoyando el tronco y los brazos en
una cruz. Pero es sobre todo en la liturgia donde se mantuvo unida a las
oraciones más solemnes y antiguas de la misa: las oraciones y el prefacio con
el canon. Es verdad que para ambas la rúbrica actual del misal prescribe una
idéntica modesta elevación y expansión de los brazos; pero una secular
tradición litúrgica hasta todo el siglo XV imponía al sacerdote que durante el
canon, y sobre todo después de la consagración, tuviese los brazos abiertos en
forma de cruz. Quizá en Roma la costumbre era menos conocida, que en otras
partes.
La antigua práctica no
ha desaparecido; sobrevive en alguna congregación religiosa y en ciertos países
de fe más viva, y es conmovedor verla de hecho alguna vez en algún monasterio
por grupos enteros de peregrinos
GESTOS DE LA PLEGARIA.
b) La plegaria hacia el
oriente y con los ojos dirigidos al cielo.
La plegaria en
dirección al oriente y con los ojos hacia el cielo.
El gesto era muy común
en los cultos paganos y entre los hebreos, quienes oraban en dirección al
templo de Jerusalén; pero los cristianos, adoptándolo, le dieron un motivo
enteramente propio y original. Jesús, según el salmista, subió al cielo por la
parte de oriente, donde actualmente se encuentra (el cielo), y del oriente
había dicho que debíamos esperar su retorno. Maranatha! Veni, Domiíne lesu!
oraba ya el autor de la Didaché. Las Constituciones Apostólicas se refieren a
este primordial significado cuando prescriben que después de la homilía,
estando de pie y dirigidos hacia el oriente... todos a una sola voz oren a
Dios, que subió al cielo superior por la parte del oriente. Además, del oriente
sale la luz, los cristianos son llamados hijos de la luz, y su Dios, la
verdadera luz del mundo, el oriente, el sol de justicia. En el oriente estaba
situado el paraíso terrenal, "y nosotros — escribe San Basilio —, cuando
oramos, miramos hacia el oriente, pero pocos sabemos que buscamos la antigua
patria."
Debemos tener en cuenta
que la orientación en la plegaria era, sobre todo, una costumbre oriental,
mucho menos conocida en Occidente, al menos en su origen. Solamente más tarde,
hacia los siglos VII-VIII, por influencias bizantino-galicanas, se sintió el
escrúpulo de la orientación, que se manifestó en la construcción de las
iglesias, así como en la posición de los fieles y del celebrante durante la
oración. El I OR lo atestigua para Roma. Terminado el canto del Kyrie, nota la
rúbrica: Dirigens se pontifex contra populum, dicens "pax vobis" et
regirans se ad orientem, usquedum finiatur. Post hoc dirigens se iterum ad
populum, dicen "pax vobis" et regirans se ad orientem, dicit
oremus." Et sequitur oratio. Todavía algún tiempo después, un
sacramentarlo gregoriano del siglo IX prescribe que en el Jueves Santo el
obispo pronuncie en la solemne oración consecratoria del crisma respiciens ad
orientem. Después, la práctica, si bien no desconocida por la devoción privada
medieval, tuvo entre nosotros una escasa aceptación y ningún reconocimiento
oficial en la liturgia.
Sin embargo, un gesto
que se puede considerar equivalente, común también a los hebreos y gentiles,
prevaleció en Roma y en África: el de orar no sólo con los brazos, sino también
con los ojos dirigidos al cielo. Ya Tertuliano lo ponía de relieve: Illud (ad
caelum) suspicientes oramus. Y es cierto que el antiquísimo prólogo de la
anáfora, cuando amonestaba con el Sursum corda... invitaba a adoptar el gesto
que mejor expresaba aquel sentimiento: levantar los ojos al cielo, como leemos
en una fórmula del Testamentum Domini (Proclamatio diaconi):Sursum oculos
cordium vestrorum; Angelí inspiciunt.
En esta postura, el
emperador Constantino mandó acuñar algunas monedas, de las cuales poseemos
todavía algunos ejemplares: vultu in caelum sublato, et manibus expansis instar
precantis.
Las actuales rúbricas
del misal prescriben varias veces al celebrante que adopte este gesto de filial
confianza en Dios, distinguiendo una doble forma del mismo:
a) Una simple mirada al
cielo (indicado por la cruz) al Munda cor meum antes del evangelio; al Suscipe,
Sánete Pater, del ofertorio; al Suscipe, sancta Trinitas, antes de la
bendición, y al Te igitur, al comienzo del canon; después de aquella mirada,
los ojos se repliegan súbitamente sobre el altar (statím demissis oculis).
b) Una mirada fija y
prolongada mientras se profieren las palabras Veni, sanctificator omnipotens
aeterne Deus, en el ofertorio, y Benedicat vos, omnipotens et misericors Deus,
en la bendición final.
El Silencio en la
Liturgia.
"Mientras más
callado estés, mejor escucharás." !Que verdadero es este proverbio
contemporáneo en nuestro mundo lleno de tantos sonidos y tanto ruido¡. Nuestra
vida está marcada por ruidos físicos, y de igual manera por sonidos internos de
estrés, inquietud, preocupaciones, y actitudes negativas.
Es solamente en los
momentos de silencio cuando podemos escuchar el canto de un pájaro o el llanto
de un niño, el crecer de una flor o el llanto de nuestros propios corazones.
La Iglesia reconoce
esta realidad y nos invita a tener momentos de quietud en nuestras
celebraciones litúrgicas. Puesto que, a menudo es solo en la quietud y el
silencio que somos capaces de escuchar la voz de Dios. (Ver Reyes I 19:12).
En el GIRM revisado
(#45), leemos "El silencio Sagrado como parte de nuestra celebración, debe
ser observado en los tiempos designados." Esto significa que el silencio
es una parte importante e integral en cada liturgia. Es llamado
"sagrado" porque en este silencio nos encontramos con Dios, el
Santísimo. También encontramos en él la santidad a la cual cada uno de nosotros
está llamado en virtud de nuestro bautismo.
En la Misa, el GIRM nos
dice, estamos invitados al silencio en las siguientes cinco ocasiones:
• En el Acto de
Penitencia
• Después que el
sacerdote dice "Oremos"
• Después de cada
lectura de las Escrituras
• Después de la Homilía
• Después de recibir la
Comunión
Siguiendo la oración de
entrada al inicio de la Misa, el celebrante invita a cada miembro de la
asamblea a recordar sus pecados y reflexionar en la necesidad de
arrepentimiento. Tal reflexión necesita ser realizada en forma individual, y de
una manera breve lo hacemos en silencio.
Varias veces durante la
Misa, el celebrante inicia una oración, llamada "oración colectiva",
con la palabra "Oremos." Entonces hace una pausa para un pequeño
silencio. Está invitando a cada uno de nosotros a que de una manera silenciosa
e individual "unamos" nuestro ser completo – cuerpo, mente y
espíritu- para reconocer que estamos en la presencia de Dios y para realizar nuestras
plegarias en este momento.
El celebrante entonces
"une" nuestras plegarias individuales en una sola, que expresa en voz
alta.
Después de cada una de
las lecturas y de la homilía, se nos permite un momento de quietud.
Durante este tiempo se
nos permite hacer una reflexión profunda sobre lo que hemos escuchado. El
silencio nos invita a recibir la
Palabra de Dios,
alojándola en nuestros corazones (GIRM #56) y haciéndola nuestra.
El último de los
tiempos designados para el silencio durante la Misa, es después de haber
recibido la Comunión. Mientras todos estamos recibiendo el Cuerpo y la Sangre
de Cristo, debemos simbolizar nuestra unión cantando juntos el Canto de la
Comunión. Entonces se nos es dado un tiempo para la oración privada, para alabar
y agradecer a Dios en nuestros corazones cuando la distribución de la Comunión
ha finalizado (GIRM #88). Es en este momento cuando debemos sentir
profundamente nuestra propia unidad con Jesucristo, a quien hemos recibido.
También nos podemos preparar para salir y SER Eucaristía para todos aquellos
que encontramos en nuestra vida diaria.
Estamos invitados
también a tomar un momento de silencio personal una vez que tranquilamente
saludamos a aquellos cercanos a nosotros, aún antes de iniciar la Misa. Esto es
para que todos (celebrante, ministros, y asamblea) nos preparemos para el gran
misterio que estamos a punto de celebrar (GIRM #45).
Estamos agradecidos por
el reconocimiento de nuestra necesidad por el silencio, aún en nuestra
liturgia. Así, con silencios intercalados entre las plegarias, lecturas, cantos
y actividades de la Misa, estamos mejor preparados para realmente escuchar, no
sólo con los oídos, sino también con nuestros corazones y nuestro ser completo,
lo que Dios nos dice.
PARA IR ENTENDIENDO LA MISA.PARTE No. 1
Juan Bautista anuncia a Jesús como Cordero de Dios
Juan 1,29-34
El símbolo del
cordero:
Dirijamos ahora nuestra atención al símbolo del
“Cordero (amnos) de Dios” y a su significado.
- Una primera alusión bíblica para la comprensión de
esta expresión usada por Juan Bautista para indicar la persona de Jesús es la
figura del Cordero victorioso en el libro del Apocalipsis: en 7,17 el Cordero
es el Pastor de los pueblos; en 17,14 el Cordero destruye los poderes malvados
de la tierra. En tiempos de Jesús se creía que al final de la historia se
aparecería un cordero victorioso o destructor de las potencias del pecado, de
las injusticias, del mal. Tal idea es un síntoma también de la predicación
escatológica de Juan el Bautista: avisaba que la ira era inminente (Lc 3,7),
que el hacha ya estaba puesta a la raíz del árbol y que Dios está a punto de
abatir y echar en el fuego todo árbol que no llevase buenos frutos (Lc 3,9).
(Mt 3,12 y Lc 3,17).
Otra expresión muy fuerte con la que el Bautista presenta a Jesús se encuentra en Juan 1,29: “Él tiene en la mano el bieldo para limpiar su era y para recoger el grano en el granero; pero a la paja la quemará con fuego inextinguible”. No es equivocado pensar que Juan el Bautista pudiese describir a Jesús como el cordero de Dios que destruye el pecado del mundo. De hecho, en 1 Juan 3-5 se dice: “ El apareció para quitar los pecados”; y en 3,8: “El Hijo de Dios apareció para destruir.
TRES FORMAS EQUIVOCADAS DE RECIBIR LA SAGRADA
EUCARISTÍA.
La Santa Misa y la comunión son esenciales en la vida
del cristiano ¡Así que hay que tomarlo en serio!
Desafortunadamente, ya sea por ignorancia o flojera,
muchos católicos reciben de manera equivocada la Santa Eucaristía.
Estos son los tres errores más comunes que cometen
muchos católicos:
1. No haciendo reverencia antes de comulgar.
El gesto corporal más reverente es ponerse de rodillas;
sin embargo, si comulgas de pie se debe inclinar hacia adelante levemente antes
de recibir la Sagrada Eucaristía.
Así lo menciona la Instrucción General del Misal
Romano: “Cuando comulgan estando de pie, se recomienda que antes de recibir el
Sacramento, hagan la debida reverencia, la cual debe ser determinada por las
mismas normas” (IGMR160).
2. No decir Amén.
Cuando el sacerdote les muestra la Santa eucaristía
diciendo “el Cuerpo de Cristo”, los fieles debemos responder “Amén”.
Esto es importante porque de esa manera confirmamos con
nuestros labios que creemos que estamos recibiendo verdaderamente a Jesús.
3. ¿Estás en estado de Gracia?
Solo puedes recibir la Santa Eucaristía si eres un
católico practicante, ya has dado tu Primera Comunión y te encuentras en estado
de gracia.
¿Has cometido algún pecado mortal después de tu última
confesión? Si la respuesta es sí, entonces debes confesarte antes de acercarte
a comulgar. Siempre puedes asistir a Misa, pero si no estás en gracia no debes
comulgar.
Nota.
Agregaría también en la que muchos se presentan a mitad
de la Misa y así quieren Comulgar, sin hacer discernimiento aun de pecado
venial, Es por eso que en el acto Penitencial reconocemos en la Santa Misa
nuestros pecados, delante de Dios, de María Virgen, de los ángeles y de los
Santos y de nuestros hermanos, nuestros pecados.
Estos quedan absueltos para poder Comulgar en gracia,
pues Dios quiere que nos presentemos lo más relucientes nuestros vestidos.
Recordemos que los pecados veniales no nos condenan, pero
si morimos purgáremos por ellos.
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¿ES CORRECTO IR A
MISA Y NO COMULGAR?
LA CONTUNDENTE
RESPUESTA DE UN SACERDOTE.
¿Es correcto ir a Misa
y no comulgar? La contundente respuesta de un sacerdote
La primera
respuesta del sacerdote fue un rotundo sí: “Sería apropiado y requerido. Si uno
discierne que no puede recibir la sagrada Comunión debido a un pecado mortal no
confesado o a una disidencia continua de las enseñanzas de la Iglesia, aún está
obligado a asistir a Misa“.
“Por lo tanto, aún
debe ir, porque estamos obligados a ir a Misa todos los domingos, aunque no
está obligado a recibir la sagrada Comunión todos los domingos”, agregó.
A continuación,
Mons. Charles Pope explicó que “la metáfora de ir a un restaurante pero no
comer no es realmente un buen ejemplo. Uno va a un restaurante con el propósito
principal de comer. Sin embargo, uno va a Misa ante todo para adorar a Dios y
pagar una deuda de gratitud y adoración, que debemos en justicia“.
“En la Misa,
-continúa el sacerdote- Dios también nos enseña su palabra y nos concede muchas
otras bendiciones, especialmente la de la sagrada Comunión“.
“Por lo tanto, la
Iglesia nos enseña y nos advierte con razón que asistamos a Misa todos los
domingos para pagar nuestra deuda de alabanza a Dios, pero también, si vamos a
recibir la sagrada Comunión, que lo hagamos digna y verazmente”, concluye el
sacerdote.
LA SAGRADA EUCARISTÍA.
Hasta el momento, entonces, estamos observando dos hechos. Primero, Dios tiene un plan para conducir a las criaturas (nosotros) a una maravillosa intimidad con Él. Segundo, su plan es llevado a cabo mediante la vida, muerte y resurrección de Jesucristo, quien es el Hijo Eterno de Dios y quien se hizo entre nosotros como un hombre perfecto. Ahora nosotros acudimos a los sacramentos para comprender exactamente cómo la acción salvífica de Jesucristo se hace presente y efectiva en nosotros en nuestro propio tiempo y lugar.
Antes de su muerte,
Jesucristo reunió a los Doce Apóstoles. A estos hombres escogidos Cristo les
encomendó la misión de predicar su Evangelio y de regir (es decir, la Iglesia).
Más misteriosamente aun, sin embargo, Él también les confió su obra de
santificación –es decir, de aplicar las bendiciones de la vida divina a los
creyentes. Para citar sólo un ejemplo podemos observar la misión dada a los
Apóstoles al final del Evangelio de San Mateo cuando leemos:
Jesús se acercó a ellos
[los Apóstoles] y les habló así: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en
la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el
nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo
lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días
hasta el fin del mundo” (Mateo 28, 18-20).
Es significativo que el
Señor no envió a los Apóstoles sólo a predicar el Evangelio al mundo entero e
instruirlos bajo su autoridad divina. Sino también los envió con un nuevo modo
de oración, bendición y consagración: el bautismo y también los otros
sacramentos que Jesús confió a sus discípulos.
A final de cuentas,
Jesucristo le dio a Su Iglesia los siete sacramentos. Por medio de los
sacramentos, el Espíritu Santo hace presente y efectiva entre nosotros la
actividad salvífica de Jesucristo. Los siete sacramentos (y algunos textos
bíblicos que dan testimonio de ellos) son:
Bautismo (Mateo 28,
19),
Penitencia (Juan 20,
23),
Confirmación (Hechos de
los Apóstoles 8, 17; 19, 6),
Sagrada Eucaristía
(Lucas 22, 19),
Matrimonio (Efesias 5,
25; Mateo 19, 3-9),
Unción de los enfermos
(Epístola de Santiago 5, 14 y siguientes),
Orden sacerdotal (2
Timoteo 1, 6; 2, 2).
El Señor Jesús le
entregó estos sacramentos a la Iglesia como el medio escogido por medio del
cual Él mismo obraría en el mundo entre el momento de su ascensión a los cielos
y su nueva venida gloriosa al final del mundo. En cada sacramento, es Cristo
quien obra mediante la intervención natural visible de sus ministros. Los
sacramentos no dependen de la santidad de su ministro terrenal para ser
efectivos, aunque cualquiera que los recibe irreverentemente mina su utilidad
EL SACRAMENTO DEJADO POR CRISTO.
Perpetuando su
presencia entre nosotros, presencia esta Real con el Cuerpo, Sangre, Alma y
Divinidad, “la Eucaristía se manifiesta, pues, como culminación de todos os
sacramentos, en cuanto lleva a perfección la comunión con Dios Padre, mediante
la identificación con el Hijo Unigénito, por obra del Espírito Santo”. 20
Así, somos invitados a buscar en la Eucaristía el origen de toda forma de santidad, a adherirnos personalmente a él, hasta unirnos con el Señor amado, manifestando con nuestra propia vida eucarística el esplendor y la belleza de pertenecer a Él, para que en la celebración eucarística, caminemos hasta el cielo, donde todos los elegidos podrán participar de la mesa del Reino. 21
LA EUCARISTÍA EN LA
VIDA DE LA IGLESIA.
La Iglesia ha recibido
la Eucaristía de Cristo como un don por excelencia, porque es Él mismo, es
decir, su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. Por eso, “la Eucaristía hace la
Iglesia”22 y la Iglesia vive de la Eucaristía, que dirige su mirada
continuamente a su Señor, presente en el sacramento del altar, en el cual descubre
la plena manifestación de su inmenso amor.23
Sin embargo, la fe de
la Iglesia es esencialmente fe eucarística, porque se alimenta de modo
particular en la mesa de la Eucaristía, 24 que es el don más grande, donde el
divino Esposo ha ofrecido y ofrece sin cesar a su Esposa, que es la Iglesia;
mientras nuestra vocación es la de suscitar y cultivar, sobre todo con el
ejemplo personal, toda manifestación de culto hacia Cristo, presente y operante
en el Sacramento del amor.
“Con una sola fe y una
sola Iglesia”25 la Eucaristía se hace presente todos os días en nuestras vidas,
a través del santo Sacrificio de la Santa Misa, mediante el ministerio
sacerdotal, el cual pronuncia las palabras o, más bien, “pone su boca y su voz
a disposición de Aquél que las pronunció en el Cenáculo y quiso que fueran
repetidas de generación en generación por todos los que en la Iglesia
participan ministerialmente de su sacerdocio”.26
En efecto, con las
palabras del sacerdote, la Eucaristía pasa a contener todo el bien espiritual
de la Iglesia, es decir, “Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan de Vida, que da la
vida a los hombres por medio del Espíritu Santo, y que se realiza plenamente
como eficacia salvífica, cuando se comulga recibiendo el cuerpo y la sangre del
Señor”.27
Con este Santo
Sacrificio, la Iglesia entera permanece en oración, pues celebra su tesoro, el
corazón del mundo, la garantía del fin al que todo hombre, aunque sea
inconscientemente, aspira.28 También es una unión con la Iglesia celeste, donde
todos los ángeles y santos, están en perfecta unión con la Iglesia militante,
honrando con alabanzas a Dios y ayudando a los fieles a dirigirse con más
dignidad ante la presencia del Señor.
20 – JUAN PABLO II,
Ecclesia de Eucharistia, 17-04-2003, 34
21 – cf. CATECISMO DE
LA IGLESIA CATÓLICA, 1344
22 – IBÍD. 1118
23 – cf. JUAN PABLO II,
EE, 1
24 – cf. BENEDICTO XVI,
“SC”, 6
25 - XI SÍNODO DE LOS
OBISPOS, La Eucaristía: Pan vivo para la luz del mundo, 2
26 – JUAN PABLO II, EE,
5
27 - BENEDICTO XVI, SC,
16
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