LA SAGRADA EUCARISTÍA- GOTITAS LITÚRGICAS- ORNATO IGLESIA



LITURGIA.

LAS ORACIONES DE LA MISA.

 

La Misa tiene tres oraciones: la oración colecta (que cierra el rito de entrada), la oración sobre las ofrendas (concluyendo el ofertorio) y la oración de postcomunión para terminar el rito de comunión. Además, el centro y corazón de todo, la gran plegaria eucarística, con el prefacio y el Santo, consagración, memorial e intercesiones y el Por Cristo final.

 

“Entre las cosas que se asignan al sacerdote, ocupa el primer lugar la Plegaria Eucarística, que es la cumbre de toda la celebración. Vienen en seguida las oraciones, es decir, la colecta, la oración sobre las ofrendas y la oración después de la Comunión. El sacerdote que preside la asamblea en representación de Cristo, dirige estas oraciones a Dios en nombre de todo el pueblo santo y de todos los circunstantes. Con razón, pues, se denominan «oraciones presidenciales»” (IGMR 30).

 

Estas tres oraciones y la plegaria eucarística las pronuncia sólo el sacerdote en nombre de todos –mejor aún si son cantadas las oraciones, el Prefacio y el Por Cristo en la Misa dominical-, las reza en nombre de la Iglesia. Son oraciones y por tanto están dirigidas a Dios como interlocutor, delante de todos.

 

Precisamente por dirigirse a Dios y por hacerlo en nombre de todos, deben recitarse con entonación, despacio y sin apresuramiento, devoción, piedad: “exige que se pronuncien con voz clara y alta, y que todos las escuchen con atención” (IGMR 32). Es la solemnidad de la liturgia. Mientras, todo está en silencio, no suena música ni siquiera el órgano (tampoco en la consagración: IGMR 32) para oír claramente.

Las oraciones de la Misa y la plegaria eucarística requieren que todos las escuchemos con silencio, las hagamos nuestras mientras se recitan, conscientes de lo que afirman, para ratificarlas con el “Amén” final: “El pueblo uniéndose a la súplica, con la aclamación Amén la hace suya la oración” (IGMR 54).

 

Como la liturgia es escuela del genuino espíritu cristiano y maestra de vida espiritual, escuchar atenta y recogidamente estas oraciones nos llevará a beber directamente de una fuente pura, la fe de la Iglesia, expresada en sus textos litúrgicos. Son modulaciones que cantan la verdad de la fe. Es el dogma vivido y rezado. Por eso el sacerdote no las modificará a su antojo y los fieles las escucharán con atención del corazón.

 

Y será buena costumbre meditarlas en la oración personal, acostumbrándonos al lenguaje de la liturgia.



LITURGIA.

TESTIMONIOS Y DISCURSOS DURANTE LA MISA.

¿CUÁNDO HACERLOS?

 

Hace ya tiempo se introdujo una costumbre y es la de emplear la Misa dominical (o las distintas Misas dominicales) para todo, desde una salva de avisos interminables antes de dar la bendición o saludos y despedidas a cuantos han asistido, como también la introducción de testimonios y/o experiencias durante la celebración de la Santa Misa. Es un uso tan común y extendido, que a nadie llama la atención que se haga así. Excepto que la liturgia no da margen para ello, ni los documentos de la Iglesia lo permiten, sino que lo han reprobado como un abuso.

 

Sin duda es enriquecedor para los fieles de una parroquia escuchar el testimonio vibrante de un misionero o una misionera sobre la dura tarea de evangelizar ad gentes, formar catequistas, sostener la vida sacramental de comunidades dispersas, el catecumenado de adultos y los bautismos de nuevas conversiones. O escuchar el testimonio de caridad y solidaridad fraterna de quienes desarrollan algún voluntariado o sirviendo a los pobres o llevando a cabo algún programa de Cáritas o Manos Unidas. Asimismo, es ilusionante escuchar a un seminarista, del Seminario Menor o del Mayor, ofrecer nervioso su testimonio vocacional, su descubrimiento de la llamada del Señor, su deseo de ser santo sacerdote. Igualmente, es enriquecedor cuando algún fiel laico narra su experiencia en algún Movimiento o Comunidad, animando a quien quiera a compartir ese carisma.

 

Pero el ámbito propio no es el de la liturgia, sino el de la catequesis. Es decir, todo esto cobraría su fuerza y encuentra su lugar en una catequesis de adultos (o de jóvenes y niños) o en una sesión formativa de la parroquia, o brevemente antes o después de la Misa dominical, como preámbulo o como un momento final para quienes quieran quedarse.

 

La liturgia es Opus Dei, es servicio al Señor, “glorificación de Dios y santificación de los hombres”, dice el Vaticano II (SC 5; 10), y muchas veces la estamos transformando en un encuentro comunitario con tono lúdico y catequético, donde todo cabe, donde todo se hace, tal vez temiendo que si se convoca fuera de la Misa, acudan muy pocos. La liturgia es para el Señor, y posee un sentido sagrado, que queda muy debilitado cuando introducimos discursos, palabras, testimonios y demás, a veces en lugar de la homilía, otras a continuación de la homilía, y otras veces incluso en el silencio después de la comunión (impidiendo la oración fervorosa y recogida). ¿No vemos que sobran palabras en la liturgia, especialmente en la Misa? ¿No nos cansa tanto verbalismo de moniciones, discursos y testimonios, además de avisos (¡que ya están en carteles en la puerta y se redifunden por wasap y redes de la propia parroquia!)? ¡Con el dineral que se gasta la Santa Iglesia en carteles y propaganda para luego repetir lo mismo en avisos interminables!

 

¿SE PUEDEN O NO SE PUEDEN PERMITIR ESTOS TESTIMONIOS O EXPERIENCIAS DENTRO DE LA MISA?

 

La Instrucción Redemptionis sacramentumm, de 2004, señala lo siguiente:

 

[64.] La homilía, que se hace en el curso de la celebración de la santa Misa y es parte de la misma Liturgia, «la hará, normalmente, el mismo sacerdote celebrante, o él se la encomendará a un sacerdote concelebrante, o a veces, según las circunstancias, también al diácono, pero nunca a un laico. En casos particulares y por justa causa, también puede hacer la homilía un obispo o un presbítero que está presente en la celebración, aunque sin poder concelebrar».

 

[65.] Se recuerda que debe tenerse por abrogada, según lo prescrito en el canon 767 § 1, cualquier norma precedente que admitiera a los fieles no ordenados para poder hacer la homilía en la celebración eucarística. Se reprueba esta concesión, sin que se pueda admitir ninguna fuerza de la costumbre.

 

[66.] La prohibición de admitir a los laicos para predicar, dentro de la celebración de la Misa, también es válida para los alumnos de seminarios, los estudiantes de teología, para los que han recibido la tarea de «asistentes pastorales» y para cualquier otro tipo de grupo, hermandad, comunidad o asociación, de laicos.

 

Entonces, ¿qué hacemos con los testimonios? Sigue diciendo la misma Instrucción:

 

[74.] Si se diera la necesidad de que instrucciones o testimonios sobre la vida cristiana sean expuestos por un laico a los fieles congregados en la iglesia, siempre es preferible que esto se haga fuera de la celebración de la Misa. Por causa grave, sin embargo, está permitido dar este tipo de instrucciones o testimonios, después de que el sacerdote pronuncie la oración después de la Comunión. Pero esto no puede hacerse una costumbre. Además, estas instrucciones y testimonios de ninguna manera pueden tener un sentido que pueda ser confundido con la homilía, ni se permite que por ello se suprima totalmente la homilía.

 

Es “políticamente incorrecto” excluir los testimonios en lugar de la homilía o durante ella, ¡con lo arraigado que ya está!, y sin embargo, es lo “eclesialmente correcto”:

 

Fuera de la Misa, en una sesión formativa o catequesis de adultos

En todo caso, y como algo excepcional, después de la oración de postcomunión (antes de la bendición final)

Y la liturgia hay que mimarla más, recuperando su sentido sagrado, de adoración ante el Misterio de Dios, sin confundirla con los planos didácticos o catequéticos, que tienen su lugar propio en otro momento y en otro lugar. No es un discurso para los asistentes, sino una Gran Oración a Dios, como tantas veces la definiera el papa Benedicto XVI.



HISTORIA DE LA LITURGIA.

 

3. EL CONTEXTO. Sin embargo, esto no significa que los apóstoles y sus comunidades, para poder entrar en contacto y hacerse entender, no se hayan servido en muchos casos de formas preexistentes, las hayan modificado y después hayan pasado a proponer de manera creativa algo nuevo. Esto era simplemente necesario.

 

a) El culto judío del s. I. Así como Jesús de Nazaret se había movido dentro de las formas de la sociedad de su tiempo y de su tierra, así también los apóstoles y las primeras comunidades judeocristianas asumieron con gran naturalidad unas formas de oración y de culto que les eran familiares. Los baños, las inmersiones y emersiones, los bautismos no eran realidades desconocidas. Eran frecuentes, de una u otra manera, en el AT y en la comunidad de Qumrán. Juan Bautista los había administrado. Jesús mismo se había hecho "bautizar"; y, ya durante su vida, también los discípulos habían bautizado (cf Jn 4,1-3). El bautismo cristiano, la manera de administrar el bautismo, ha asumido diversas cosas de las formas ya habituales, aunque todo recibe una interpretación y una orientación completamente nuevas: se bautiza en el nombre del Señor Jesús (crucificado y resucitado), para participar en su muerte y resurrección (Rom 6,1-11; Col 2,6-15; 3,1-5ss).

 

La costumbre de los primeros cristianos de "orar sin cesar" (1 Tes 5,17), o sea, continuamente, varias veces a lo largo del día y de la noche, se remite a ejemplos del AT y de la oración del templo y de la sinagoga de la época de Jesús: oración de la mañana y de la tarde; tres veces al día (cf Dan 6,11; He 3,1; 10,9). Las fórmulas de estas oraciones son libres (cf He 4,24s) o bien se utilizan los salmos. De considerable importancia para la oración de los cristianos, de un contenido indudablemente nuevo, fue el género literario de las alabanzas (berakoth), quizá la herencia más preciosa de la oración veterotestamentaria judía. Este es su esquema: invocación en alabanza del nombre de Dios; mención del motivo de la alabanza: recuerdo de las obras maravillosas de Dios; doxología final: "Bendito seas tú, Dios omnipotente, Señor nuestro; has realizado esta gran acción a nuestro favor; a ti, Señor, la alabanza eternamente. Amén". Encontramos fórmulas de oración semejantes en los escritos del NT; de manera más breve, por ejemplo, en el gozo de Mt 11,25; de manera más larga, en Rom 16,25-27; Ef 1,3-14. Semejante a esto debe haber sido el contenido de las alabanzas que, en la narración de la multiplicación de los panes y de la última cena, se denominan eucharistíai y euloguíai. Tenemos ejemplos de esas oraciones judías de acción de gracias dichas en la mesa y que se remontan casi hasta la época de Jesús. Todo esto se asume y se utiliza con soberana libertad, en un progresivo y lento alejamiento de la antigua costumbre y, sobre todo, con un espíritu completamente nuevo: Jesús, el Cristo, el Señor, y su acción salvífica pascual son la gran obra de Dios, que se celebra con alabanzas. En la composición de las nuevas fórmulas de oración se evitan todas las expresiones que indiquen directamente una costumbre cultual veterotestamentaria. El culto antiguo está abolido en Cristo. Para celebrar el culto memorial de Cristo y dar gracias a Dios por él se reúnen lejos del templo y de la sinagoga, o sea, en las casas de la comunidad, donde, con unas pocas acciones, aquellos que han sido instruidos y creen son introducidos en el acontecimiento salvífico de Cristo, para que estén siempre "en Cristo Jesús" (Gál 3,28; Ef 2, passim).

 

CONTINUARÁ..





LA PASIÓN.

 

Reflexión que Jesús hace sobre el misterio de Su sufrimiento y el valor que tiene en la Redención.

Catalina Rivas.

 

JESÚS INSTITUYE LA EUCARISTÍA.

En el instante de instituir la Eucaristía, vi a todas las almas

privilegiadas que se alimentarían con Mi Cuerpo y con Mi Sangre, y los efectos producidos en ellas.

Para algunas, Mi Cuerpo sería remedio a su debilidad; para otras,

fuego que llegaría a consumir sus miserias, inflamándolas con amor.

 

¡Ah!... Esas almas reunidas ante Mi, serán un inmenso jardín en el cual cada planta produce diferente flor, pero todas me recrean con su perfume... Mi Cuerpo será el sol que las reanime. Me acercaré a unas para consolarme, a otras para ocultarme, en otras descansaré. ¡Si supieran, almas enfadadísimas, cuán fácil el consolar, ocultar y descansar a todo un Dios!

 

Este Dios que los ama con amor infinito, después de librarlos de la

esclavitud del pecado, ha sembrado en ustedes la gracia incomparable de la vocación religiosa, los ha traído de un modo misterioso al jardín de sus delicias. Este Dios, Redentor suyo, se ha hecho su Esposo. El mismo los alimenta con Su Cuerpo purísimo y con Su Sangre apaga su sed. En Mí encontrarán el descanso y la felicidad.

 

¡Ay, hijita! ¿Porqué tantas almas, después de haberlas colmado de

bienes y de caricias, han de ser motivo de tristeza para Mi Corazón? ¿No Soy siempre el mismo? ¿Acaso He cambiado para ustedes?... ¡No! Yo no cambiaré jamás y, hasta el fin de los siglos, los amaré con predilección y con ternura.

 

Sé que están llenos de miserias, pero esto no me hará apartar de

ustedes Mis miradas más tiernas y con ansia los estoy esperando, no sólo para aliviar sus miserias, sino también para colmarlos de Mis beneficios.

 

Si les pido amor, no Me lo nieguen; es muy fácil amar al que es el

Amor mismo. Si les pido algo caro a su naturaleza, les doy juntamente la gracia y la fuerza necesaria para que sean Mi consuelo. Déjenme entrar en sus almas y, si no encuentran en ellas nada que sea digno de Mi, díganme con humildad y confianza: “Señor, ya ves los frutos que produce este árbol, ven y dime qué debo hacer para que, a partir de hoy, broten los frutos que Tu deseas”.

 

Si el alma Me dice ésto con verdadero deseo de probarme su amor, le responderé: Alma querida, deja que Yo mismo cultive tu amor...

¿Sabes los frutos que obtendrás? La victoria sobre tu carácter

reparará ofensas, expiará faltas. Si no te turbas al recibir una corrección y la acepatas con gozo, obtendrás que las almas cegadas por el orgullo se humillen y pidan perdón.

 

Esto es lo que haré en tu alma si Me dejas trabajar libremente. No

florecerá en seguida el jardín, sino que darás gran consuelo a Mi

Corazón...

Todo ésto se Me pasó delante cuando instituí la Eucaristía y me

encendí en ansias de alimentar a las almas. No iba a quedarme en la tierra para vivir con los seres perfectos sino para sostener a los débiles y alimentar a los niños... Yo los haría crecer y robustecería sus almas, descansaría en sus miserias y sus buenos deseos Me consolarían.

 

Pero, entre Mis elegidos hay algunas almas que Me ocasionan pena. ¿Perseverarán todas?... Este el grito de dolor que se escapa de Mi Corazón; éste es el gemido que quiero que oigan las almas.

El Amor eterno está buscando almas que digan nuevas cosas a cerca de las antiguas verdades ya conocidas. El Amor infinito quiere crear, en el seno de la humanidad, un tribunal, no de Justicia sino de pura Misericordia. Por eso se multiplican los mensajes en el mundo. Quien los comprende admira sus obras, se aprovecha de ellos y hace que los demás también se aprovechen. El que no entiende, sigue siendo esclavo del espíritu que muere y condena.

A estos últimos dirijo Mi Palabra de condena, porque entorpecen la

Obra Divina y se convierten en cómplices del maligno.

¿Qué astucia produce presión en sus mentes de niños cuando

condenan, encubren, reprimen lo que procede, no de míseras criaturas, sino del Creador? A los que he llamado pequeños revelo Mi sabiduría que, en cambio, oculto a los soberbios...

Alma, deja que Me derrame en ti; has de válvula de Mi Corazón,

porque no falta alguien que comprime Mi Amor...




CARTA DOMINICAE CENAE DEL SUMO PONTÍFICE JUAN PABLO A TODOS LOS OBISPOS DE LA IGLESIA SOBRE EL MISTERIO Y EL CULTO DE LA EUCARISTÍA.

SEGUNDA PUBLICACIÓN.

Culto del misterio eucarístico.

3. Tal culto está dirigido a Dios Padre por medio de Jesucristo en el Espíritu Santo. Ante todo al Padre, como afirma el evangelio de San Juan: «Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga la vida eterna».[9]

Se dirige también en el Espíritu Santo a aquel Hijo encarnado, según la economía de salvación, sobre todo en aquel momento de entrega suprema y de abandono total de sí mismo, al que se refieren las palabras pronunciadas en el cenáculo: «esto es mi Cuerpo, que será entregado por vosotros» ...«éste es el cáliz de mi Sangre ... que será derramada por vosotros».[10] La aclamación litúrgica: «Anunciamos tu muerte» nos hace recordar aquel momento. Al proclamar a la vez su resurrección, abrazamos en el mismo acto de veneración a Cristo resucitado y glorificado «a la derecha del Padre», así como la perspectiva de su «venida con gloria».

Sin embargo, es su anonadamiento voluntario, agradable al Padre y glorificado con la resurrección, lo que, al ser celebrado sacramentalmente junto con la resurrección, nos lleva a la adoración del Redentor que «se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz».[11]

Esta adoración nuestra contiene otra característica particular: está compenetrada con la grandeza de esa Muerte Humana, en la que el mundo, es decir, cada uno de nosotros, es amado «hasta el fin».[12] Así pues, ella es también una respuesta que quiere corresponder a aquel Amor inmolado que llega hasta la muerte en la cruz: es nuestra «Eucaristía», es decir, nuestro agradecimiento, nuestra alabanza por habernos redimido con su muerte y hecho participantes de su vida inmortal mediante su resurrección.

Tal culto, tributado así a la Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo, acompaña y se enraíza ante todo en la celebración de la liturgia eucarística. Pero debe asimismo llenar nuestros templos, incluso fuera del horario de las Misas. En efecto, dado que el misterio eucarístico ha sido instituido por amor y nos hace presente sacramentalmente a Cristo, es digno de acción de gracias y de culto. Este culto debe manifestarse en todo encuentro nuestro con el Santísimo Sacramento, tanto cuando visitamos las iglesias como cuando las sagradas Especies son llevadas o administradas a los enfermos.

La adoración a Cristo en este sacramento de amor debe encontrar expresión en diversas formas de devoción eucarística: plegarias personales ante el Santísimo, horas de adoración, exposiciones breves, prolongadas, anuales (las cuarenta horas), bendiciones eucarísticas, procesiones eucarísticas, Congresos eucarísticos[13]. A este respecto merece una mención particular la solemnidad del «Corpus Christi» como acto de culto público tributado a Cristo presente en la Eucaristía, establecida por mi Predecesor Urbano IV en recuerdo de la institución de este gran Misterio. [14] Todo ello corresponde a los principios generales y a las normas particulares existentes desde hace tiempo y formuladas de nuevo durante o después del Concilio Vaticano II.[15]

La animación y robustecimiento del culto eucarístico son una prueba de esa auténtica renovación que el Concilio se ha propuesto como finalidad y de la que es el punto central. Esto, venerados y queridos hermanos, merece una reflexión aparte. La Iglesia y el mundo tienen una gran necesidad del culto eucarístico. Jesús nos espera en este sacramento del amor. No escatimemos tiempo para ir a encontrarlo en la adoración, en la contemplación llena de fe y abierta a reparar las graves faltas y delitos del mundo. No cese nunca nuestra adoración.



EL MANTEL DEL ALTAR

CATEGORÍA: ORNATO IGLESIAS.

El altar debe de cubrirse con un mantel de color blanco. En algunos lugares les gusta poner el mantel del color litúrgico del día, pero eso es incorrecto. El mantel siempre debe de ser blanco (IGMR 117 y 304).

El mantel debe de ser de la forma medida del altar, de acuerdo a la Instrucción General del Misal Romano. Hay lugares en que se ponen manteles genéricos, que le quedan grandes al altar y lo cubren por el frente, dando la apariencia de desproporción y descuido. Lo más digno es que cubra el altar por la parte superior y que cuelgue solo por los lados, o que solo algún ornato pequeño cubra la parte superior del frontal.

La Instrucción General del Misal Romano indica que debe ser “al menos un mantel”. Eso significa que eso es lo mínimo. De acuerdo a la tradición, es conveniente poner otro mantel por debajo del exterior, que suele ser más pequeño pues solo cubre la parte superior y no pende por los lados. A este se le llama bajo mantel.

Cuando no se celebra misa, es conveniente poner un lienzo sobre el mantel para protegerlo del polvo. Se le llama cubremantel. Es mejor colocarlo a quitar los manteles cuando no se celebra misa, porque la ausencia de mantel es un símbolo del luto del Viernes Santo.



LA CREDENCIA

CATEGORÍA: ORNATO IGLESIAS.

La credencia es una mesita que se sitúa en el presbiterio para tener cerca los vasos sagrados y otros objetos litúrgicos que se emplean en una celebración.

En la antigüedad estos objetos se colocaban en nichos que se hallaban en las paredes de los templos; después los nichos se sustituyeron por arcas y armarios en donde podían guardarse los objetos; con la aparición de las sacristías, aparecieron mesas en donde colocar los objetos litúrgicos.

La credencia debe situarse del lado derecho del sacerdote, pues por este lado es que se le acerca el cáliz, las vinajeras y el lavabo. Situarla del otro lado hace el camino más largo para los acólitos, generando que deban cruzarse por la espalda del celebrante. Es conveniente cubrirla con un mantel durante las celebraciones.

Puede colocarse una segunda mesa llamada mesa de las ofrendas en el lugar de la nave en donde inicia la procesión de las ofrendas. Esta se cubre con un paño. Solamente se usa en las Misas en donde los fieles participan llevando los dones.

Para la Santa Misa, en la credencia se coloca el cáliz preparado (con un purificador, la patena con una o varias hostias, la palia, pudiendo cubrirlo con un velo del color de los ornamentos del día, el corporal doblado que puede ponerse en una carpeta); el atril y el misal (el misal también se puede colocar junto a la sede o lo puede llevar un acólito); el aguamanil, la jofaina y la toalla; la campanilla; la bandeja de la comunión; el copón y las vinajeras (que también pueden colocarse en la mesa de las ofrendas, si es que serán llevados en el ofertorio por algunos fieles).

Si se usa mesa de las ofrendas, encima se coloca un copón con formas, las vinajeras y las ofrendas para los pobres de acuerdo a las costumbres locales. Ahí no deben colocarse velas, y debe ser alta y segura para evitar que alguien, por accidente, llegue a tirar lo que se puso encima.



LITURGIA. Acompañando gotitas litúrgicas. 

POR QUÉ NOS PERSIGNAMOS ANTES DE LEER EL EVANGELIO?

En Misa, luego de que se leen la primera y segunda lectura junto con el salmo, llega el momento de leer el Evangelio. El sacerdote cuando está frente al ambón, mientras signa el misal dice: “Lectura del Santo Evangelio según San…” y al mismo tiempo los fieles hacemos la señal de la Cruz sobre la frente, la boca y el pecho. ¿Por qué hacemos este gesto y cuál es su sentido?

La Instrucción General del Misal Romano establece: “Ya en el ambón, el sacerdote abre el libro y, con las manos juntas, dice: El Señor esté con ustedes; y el pueblo responde: Y con tu espíritu; y en seguida: Lectura del Santo Evangelio, signando con el pulgar el libro y a sí mismo en la frente, en la boca y en el pecho, lo cual hacen también todos los demás. El pueblo aclama diciendo: Gloria a Ti, Señor” (IGMR 134).

Este gesto que hacemos todos los fieles junto con el sacerdote, no debe ser pasado por alto ni visto como un simple rito que hay que seguir. En ese momento, cuando nos hacemos esas señales de la cruz, expresamos que, el relato del Evangelio que estamos por escuchar, penetre nuestra mente y se aloje en nuestros labios, para luego salir a compartirlo a los demás; y que al mismo tiempo, permanezca en nuestro corazón como un fuego que no se apaga. 

A través de cada lectura que se lee en la celebración somos testigos de la historia del plan de la salvación que Dios ha trazado. Además de que en ellas, Él guarda un mensaje para todos nosotros, pero de especial modo en el santo Evangelio, Cristo mismo se hace vivo y presente.

Al compartir y escuchar juntos la Palabra de Dios, nos convierte en luz para iluminar a los demás. Por eso, debemos acogerla tanto en la mente como en el corazón, para una vez conocida y comprendida, salgamos a proclamarla, tarea de todo bautizado. Todo esto, siempre bajo la luz del Espíritu Santo, autor e inspiración de quienes la escribieron. 

¿Qué pasa en tu corazón después de que escuchas la Palabra de Dios? Su lectura no puede dejarnos indiferentes, pues debe invitarnos a examinar cómo estamos llevando nuestra vida y cómo vivimos nuestra fe. Ya nos dice San Pablo: “Es viva la Palabra de Dios y eficaz, y más cortante que espada alguna de dos filos. Penetra hasta las fronteras entre el alma y el espíritu, hasta las junturas y médulas; y escruta los sentimientos y pensamientos del corazón” (Hb 4,12). 

En cada lectura del Evangelio, Cristo toca la puerta de nuestro corazón, para habitar con nosotros y llenarnos totalmente, ábrele la puerta y hazlo partícipe de ti. Recuerda sus palabras: “Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3, 20).



LA SAGRADA EUCARISTÍA.

La Sagrada Eucaristía

En cierto momento de la Misa católica, el sacerdote dice a los fieles: “¡Levantemos el corazón!” Sursum corda en latín. Y el pueblo responde: “Lo tenemos levantado hacia el Señor”.

Cuando se refiere a Dios y a las cosas de Dios, hasta a los creyentes hay que decirles: “¡Levantemos el corazón!” Nuestros corazones y nuestras mentes tienden a sumergirse en los intereses mundanos en las exigencias de la carne y de la vida cotidiana. Al hablar sobre la Sagrada Eucaristía--y aun más cuando estamos en Misa o cuando comulgamos--debemos hacer todo lo posible, con la ayuda de la gracia, para mantener nuestros pensamientos fijos y levantados hacia lo que Dios está haciendo.

Antes de hablar de las obras de Dios, tenemos que comenzar con una palabra sobre el Altísimo. Dios es autosuficiente de por sí. Él no necesita nada, y ninguna criatura puede amenazar o disminuir la felicidad del Creador. Siempre y eternamente, Dios es el Padre de su sempiterno Hijo divino y la fuente, en unidad con el Hijo, del Espíritu Santo. Siempre unidos, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo viven en la eterna perfección de belleza, amor, santidad, unidad, vida y verdad.

Puesto que Dios no tenía la necesidad de crear, se desprende que Él creó el universo por mera bondad, libertad y generosidad. Más aun, no se limitó a crear las estrellas, planetas, plantas y animales, sino que eligió también crear personas que participaran en Su propia vida eterna divina y de su felicidad infinita. Hizo dos clases, a saber, ángeles y hombres. Dios hizo a los ángeles y a nosotros capaces de recibir de Él el don (o gracia) de conocerle y amarle, de morar en Él, y de participar de su propia felicidad y vida divina.

 

La simple creación de ángeles y hombres, sin embargo, no es lo mismo que conducirlos a la infinidad y perfección de la vida divina. De hecho, sabemos que una vez creados, el hombre (a través de nuestros primeros padres a quienes la Biblia llama Adán y Eva) y algunos ángeles “cayeron” por el pecado. En el caso del hombre, esto resultó en el alejamiento de Dios y el rompimiento de la armonía en la cual nuestros cuerpos y almas habían sido creados. Y desde entonces se ven las consecuencias del pecado original: el pecado personal, vicio, pasiones desordenadas, olvido de Dios, sufrimiento, enfermedad y muerte.


EL SACRAMENTO DEJADO POR CRISTO.

En la última cena, Jesús deja su prueba de amor, “Habiendo amado a los suyos que vivían en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 23,1), haciéndose cuerpo y sangre para nosotros, “Jesús tomó el pan, lo bendijo, lo partió y lo dio a sus discípulos diciendo: tomad, comed, esto es mi Cuerpo. Después, tomando una copa, dio gracias y se la pasó diciendo: Bebed todos de ella, porque esta es mi sangre, sangre de la alianza, que va a ser derramada por la multitud en remisión de los pecados” (Mt 26, 25-28) y deja el mandamiento de repetir su gesto y sus palabras “Haced esto en memoria mía” (Lc 22,19).

Desde su venida al mundo, Jesús conocía la voluntad de su Padre, “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó a su hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él” (Jn 3,16-17), y esto culmina de modo especial en la Eucaristía, pues primero se donó en ella, para después salvar al mundo del pecado en una cruz.

Nuestro Señor no nos dejó huérfanos (cf. Jn 14, 18), por eso “en el Santísimo Sacramento de la Eucaristía, Él mismo se nos entrega e con Él nos dona la alegría de amar como Él ama, pidiéndonos que compartamos su Amor victorioso con nuestros hermanos y hermanas del mundo”, 17permaneciendo con nosotros todos los días, hasta en fin del mundo (cf. Mt 28, 20).

Se entregó totalmente como el pan de vida que se da a los hombres “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo” (Jn 6,51). En el deseo del Señor que nos ama y que desea que le amemos, se hace alimento, “en la Eucaristía, Jesús no da algo, sino a sí mismo; ofrece su cuerpo y derrama su sangre. Entrega así toda su vida, manifestando la fuente originaria de este amor divino.”18 

Todo este amor es manifestado en nuestra vida cristiana, en cada día y en cada circunstancia, en especial en cada celebración eucarística, pues “la vida cristiana se manifiesta en el cumplimiento del principal mandamiento, es decir, en el amor a Dios y al prójimo, este amor encuentra su fuente precisamente en el Santísimo Sacramento, llamado generalmente Sacramento del amor”.19

 

18 – BENEDICTO XVI, SC, 7

19 – JUAN PABLO II, DC, 5




LA SAGRADA EUCARISTÍA.

Puesto que Dios es omnisciente, sin duda nuestra caída no le tomó de sorpresa. Hasta estaríamos tentados a preguntar: “¿Por qué no nos detuvo?” Sin duda estaríamos preguntándonos todas estas cosas si Dios no hubiera comenzado, en la plenitud del tiempo, a revelarse a sí mismo nuevamente y a llevar a cabo no sólo una restauración del hombre caído, sino a elevar al hombre a una exaltación nueva y nunca antes soñada. Cualquiera que fuera la felicidad de Adán y Eva antes de su pecado y sus horribles consecuencias, su felicidad no puede compararse con las bendiciones, el regocijo y la gloria que Dios decidió concedernos en Jesucristo. De hecho, ni Dios mismo hubiera podido darnos un don mayor, o elevarnos a una vida más sublime, que la que Él nos da en Cristo. La unión con Cristo no sólo nos perdona y nos limpia de nuestros pecado sino también nos hace dignos partícipes de la misma vida divina de Dios. Dios Padre nos invita a adentrarnos en la Santísima Trinidad en Su Hijo eterno, quien “se hizo hombre para que los hombres pudieran hacerse Dios” (como dice San Agustín). Dios nos ofrece membresía en el Hijo eterno, y por lo tanto Él se nos ofrece a sí mismo, y nada menos.

Así como la grandeza de la generosidad de Dios es demasiado buena como para que alguien se la hubiera imaginado de antemano, así también las formas que Él dispuso para ejecutar su plan eran demasiado maravillosas para imaginarlas de antemano. Como sabemos, después de siglos preparando un pueblo escogido, el pueblo judío, Dios envió al mundo a su propio Hijo. Como se dice en el Credo de los Apóstoles, el Único Hijo “fue concebido por obra del Espíritu Santo, nacido de Santa María Virgen, padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado; descendió a los infiernos; al tercer día resucitó de entre los muertos; ascendió a los cielos, y está sentado a la derecha de Dios Padre Todopoderoso; desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos”.

EL SACRAMENTO DEJADO POR CRISTO.

Perpetuando su presencia entre nosotros, presencia esta Real con el Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, “la Eucaristía se manifiesta, pues, como culminación de todos os sacramentos, en cuanto lleva a perfección la comunión con Dios Padre, mediante la identificación con el Hijo Unigénito, por obra del Espírito Santo”. 20

Así, somos invitados a buscar en la Eucaristía el origen de toda forma de santidad, a adherirnos personalmente a él, hasta unirnos con el Señor amado, manifestando con nuestra propia vida eucarística el esplendor y la belleza de pertenecer a Él, para que en la celebración eucarística, caminemos hasta el cielo, donde todos los elegidos podrán participar de la mesa del Reino. 21

 

LA EUCARISTÍA EN LA VIDA DE LA IGLESIA.

La Iglesia ha recibido la Eucaristía de Cristo como un don por excelencia, porque es Él mismo, es decir, su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. Por eso, “la Eucaristía hace la Iglesia”22 y la Iglesia vive de la Eucaristía, que dirige su mirada continuamente a su Señor, presente en el sacramento del altar, en el cual descubre la plena manifestación de su inmenso amor.23

Sin embargo, la fe de la Iglesia es esencialmente fe eucarística, porque se alimenta de modo particular en la mesa de la Eucaristía, 24 que es el don más grande, donde el divino Esposo ha ofrecido y ofrece sin cesar a su Esposa, que es la Iglesia; mientras nuestra vocación es la de suscitar y cultivar, sobre todo con el ejemplo personal, toda manifestación de culto hacia Cristo, presente y operante en el Sacramento del amor.

“Con una sola fe y una sola Iglesia”25 la Eucaristía se hace presente todos os días en nuestras vidas, a través del santo Sacrificio de la Santa Misa, mediante el ministerio sacerdotal, el cual pronuncia las palabras o, más bien, “pone su boca y su voz a disposición de Aquél que las pronunció en el Cenáculo y quiso que fueran repetidas de generación en generación por todos los que en la Iglesia participan ministerialmente de su sacerdocio”.26

En efecto, con las palabras del sacerdote, la Eucaristía pasa a contener todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, “Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan de Vida, que da la vida a los hombres por medio del Espíritu Santo, y que se realiza plenamente como eficacia salvífica, cuando se comulga recibiendo el cuerpo y la sangre del Señor”.27

 

Con este Santo Sacrificio, la Iglesia entera permanece en oración, pues celebra su tesoro, el corazón del mundo, la garantía del fin al que todo hombre, aunque sea inconscientemente, aspira.28 También es una unión con la Iglesia celeste, donde todos los ángeles y santos, están en perfecta unión con la Iglesia militante, honrando con alabanzas a Dios y ayudando a los fieles a dirigirse con más dignidad ante la presencia del Señor.

 

20 – JUAN PABLO II, Ecclesia de Eucharistia, 17-04-2003, 34

21 – cf. CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, 1344

22 – IBÍD. 1118

23 – cf. JUAN PABLO II, EE, 1

24 – cf. BENEDICTO XVI, “SC”, 6

25 - XI SÍNODO DE LOS OBISPOS, La Eucaristía: Pan vivo para la luz del mundo, 2

26 – JUAN PABLO II, EE, 5

27 - BENEDICTO XVI, SC, 16






LAS MANOS DEL SACERDOTE.

LAS MANOS DEL SACERDOTE

Aún en el sacerdote indigno, pecador e infiel sus manos son luminosas, derraman el poder de Dios y queman a los demonios.

No podemos ver estas cosas espirituales intangibles e invisibles sin la fe en el espíritu.

Las manos del sacerdote son la pesadilla y el espanto para el infierno porque ellos podrán hacer caer a un sacerdote por sus pecados e infidelidades, pero no podrán encadenarle sus manos.

Estas manos nos administran los sacramentos, o sea, nos llevan al Reino que no es de este mundo, la gloria. Y estas manos nada menos que consagran el pan y el vino en el Cuerpo y Sangre de Nuestro Señor (el exorcismo más poderoso contra satanás y su ejército).

Y ES QUE HERMANOS DÍGANME, QUIEN NO HA SENTIDO EL PODER DE LAS MANOS DE UN SACERDOTE CUANDO LAS IMPONEN SOBRE NUESTRAS CABEZAS.

La Beata Ana Catalina Emmerich dice que aún en el infierno sus manos brillarán con un brillo especial.

El demonio tiene la guerra más grande contra los sacerdotes pues tienen las armas más poderosas para derrotarlos y si cae un sacerdote arrastra a miles de almas con él.

Supliquemos diariamente al Señor:

Dios Todopoderoso, te suplicamos nos envíes muchos y santos sacerdotes transformados en Jesús.

Envíanos muchos sacerdotes obedientes y amantes al Sagrado Corazón de Jesús y al Inmaculado Corazón de María.

Danos sacerdotes castos y fieles a nuestra Santa Madre Iglesia y al Magisterio y la Tradición que nos ayuden en el camino de la Salvación y nos ayuden a reprender, a liberarnos de la confusión del cisma de la herejía y de la apostasía que está muy visible en nuestra Iglesia Católica para que podamos ser fieles a la verdadera Iglesia Remanente Purgante Militante Y Triunfante de este Final de los Tiempos.





"YO NO SOY DIGNO QUE ENTRES A MI CASA..."

 

Por qué en la Misa, antes de acercarnos a la Eucaristía, decimos: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una sola palabra tuya bastará para sanarme»? (F.B.)

El contexto está claro para todos: inmediatamente después de la plegaria eucarística, con la presencia de Jesús en el altar, nos dirigimos juntos a Dios llamándolo Padre; después recibimos y nos intercambiamos el don de la paz, primer don del Resucitado; después tiene lugar la fracción del pan eucarístico, acompañada del canto del Cordero de Dios; finalmente llegamos a las palabras, recitadas antes sólo por el sacerdote y después junto con los fieles, mientras se eleva la hostia consagrada partida: «Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Dichosos los invitados a la cena del Señor. – Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una sola palabra tuya bastará para sanarme».

El Ordenamiento General del Misal Romano, hablando de los ritos de comunión, en el número 84 indica el sentido preciso de estas palabras: «…el sacerdote muestra a los fieles el pan eucarístico… les invita al banquete de Cristo… junto con ellos expresa sentimientos de humildad, sirviéndose de las palabras evangélicas prescritas».

La Iglesia ha elegido, como último momento en preparación al recibimiento de la eucaristía, de retomar las palabras del centurión romano de Cafarnaúm, cuando pidió a Jesús que curara a su siervo fiel, por desgracia paralizado y sufriendo mucho: «Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa, pero dí solo una palabra y mi siervo se curará» (Mt 8,8).

La actitud de extrema humildad y de profunda confianza que caracterizó la petición de este oficial pagano al requerir la intervención salvadora de Cristo en su casa – una verdadera y auténtica profesión de fe – quiere y debe ser la actitud de todos nosotros, sacerdotes y fieles (¡estas palabras tienen que decirlas juntos!) en el momento en el que estamos a punto de recibir al Señor en nuestro corazón. Por supuesto, ninguno de nosotros es «digno» de Jesús, de su presencia y de su amor, pero sabemos en la fe que basta sólo un signo, una palabra, una mirada y Él puede salvarnos.

Fórmulas parecidas, inmediatamente antes de la comunión, aparecen ya desde el siglo X; gradualmente se afirma, desde el siglo XI en adelante – aunque con diversas variantes – la oración del centurión romano, a menudo recitada tres veces. Después de la reforma litúrgica, el Misal de Pablo VI de 1970 ha conservado estas palabras, pero pronunciándolos una sola vez y omitiendo la percusión del pecho y el signo de la cruz con la hostia, gestos usados desde el siglo XV.

 

Los judíos y paganos no convivían entre sí, es por eso que en este evangelio podemos observar que el Centurión se siente indigno de recibir a Jesús en su casa, pues se considera un hombre pecador frente a Dios y sabe que Jesús tiene autoridad en su palabra, de tal manera, se atreve a pedir un favor especial no para sí, sino para un sirviente, con la plena seguridad y confianza de que su petición será atendida, pues el Centurión conoce de oídas de la bondad y misericordia del Señor Jesús.

Algo que podemos resaltar de este mensaje es la fe de este hombre y la oración, pues de una manera muy sencilla se dirige al Señor y su actitud impresiona a Jesús, porque su oración es para interceder por alguien más. Hoy para nosotros este relato es muy esperanzador, ya que constantemente pedimos la intercesión de los Santos para un bien personal o comunitario, pedimos la ayuda de Dios, y quizá no somos conscientes de los milagros que cada día realiza en nuestra vida y en la de los otros. El sirviente ha recibido la gracia de la sanación sin haber pronunciado ni una sola palabra, e igual nosotros seguramente hemos sido beneficiados con la oración de nuestros hermanos.

Pidamos hoy al Señor que nos ayude a ser humildes y saber pedir su ayuda, y confiemos en el poder que tiene la oración, pero sobre todo en la bondad y misericordia del Señor.





¿DEBERÍAMOS DECIR: "SEÑOR MÍO Y DIOS MIO" DURANTE LA CONSAGRACIÓN?

Litúrgicamente, especialmente en América Latina, la tradición de la Iglesia ha sido decir “Señor mío y Dios mío” al momento de la consagración, esta hermosa expresión fue dicha por el Apóstol Tomás, a quien celebramos este 3 de julio, él incrédulo a la resurrección del Señor, expresa que creerá hasta que Jesús le muestre sus llagas y su costado y pueda tocarlas. Y así sucedió.

Esta es la primera proclamación de la divinidad de Jesús, dado que antes de la resurrección del Señor eran títulos proféticos como: “Tú eres el hijo de Dios, el salvador” “Tú eres el Cristo, el hijo de Dios vivo”, pero Tomás es la primera persona que llama a Jesucristo Dios públicamente.

Es por ello que es la expresión más apropiada para la elevación del momento de la consagración, sin embargo, aunque estas palabras sean muy adecuadas, deben decirse en silencio, son palabras que yo pronunció repetidamente en mi corazón mientras dura la elevación, porque las normas litúrgicas nos piden que nosotros contemplemos al Señor la divinidad del Señor en silencio.

NOTA.

Como se dice al final: Contemplemos al Señor, es ahí donde muchos fieles bajan la mirada en vez de Contemplar el gran milagro. Cristo que se ha ofrecido (altar) hecho sacrificio (Hostia) a vencido a la muerte. Por lo que te digo hermano, sube la mirada y contempla a tu Dios y mi Dios victorioso.




LA PRESENCIA DE CRISTO EN LA LITURGIA.

El sacerdote ejerce el ministerio litúrgico no como líder o como delegado de la comunidad, sino in persona Christi. Jesucristo actúa por medio de la persona del sacerdote, su voz, sus manos, hasta el punto de poder decir: «Esto es mi cuerpo».

Todo lo que se ha ido viendo (la gracia, la obra de la salvación, etc.) sólo es posible y real si la liturgia no es una construcción humana, una celebración emotiva que el grupo fabrica, un símbolo para canalizar sus vivencias y compromisos.

La liturgia, como obra de la salvación de Dios y comunicación de la gracia, es posible sólo porque Cristo está presente en la liturgia. Es decir, la liturgia es obra de Cristo, no de los hombres o del grupo o de la comunidad; la liturgia es glorificación de Dios y sólo tiene, sólo puede tener, un único protagonista, Jesucristo, hacia quien convergen las miradas y los corazones, y nos eleva al Padre: ¡levantemos el corazón! Es un craso y grave error la distorsión de la secularización: los participantes se convierten en protagonistas, acaparando el espacio y la atención, y Cristo queda como una excusa o justificación para celebrarse ellos mismos a sí mismos. Es la liturgia convertida en espectáculo, el sacerdote en showman o telepredicador, los fieles en actores que suben y bajan al presbiterio para hacer algo cada uno (una monición, una petición, llevar una ofrenda, la que sea con tal de subir) reclamando su derecho a tener su minuto de gloria. No hay silencio en ningún momento, ni oración, ni escucha contemplativa, ni ofrenda de la propia vida, ni adoración. Nada de esto aparece en el Vaticano II ni en la Constitución sobre la sagrada liturgia, más bien lo contrario.

Al estar Cristo presente en la liturgia, ésta es acción de Cristo por su Espíritu Santo y todo en la liturgia debe contribuir a que brille sólo el Señor, a que sólo Cristo sea el centro de toda la liturgia, eliminando cualquier otro protagonismo (del yo, del grupo, del sacerdote, del movimiento) que oscurezca la gloria de Cristo en la liturgia.

La Iglesia puede continuar la obra de la salvación porque Cristo está presente y actúa: “Para realizar una obra tan grande, Cristo está siempre presente en su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica” (SC 7). La Iglesia nada hace por sí misma, ni se da la vida a sí misma… sino que todo lo recibe del Señor y actúa con el poder de Cristo porque Cristo está presente en ella.







EUCARISTÍA EN EL NUEVO TESTAMENTO.
I. LOS NOMBRES DEL SACRAMENTO.

Los diversos nombres que se dan a la eucaristía en el NT significan y expresan diversos aspectos, que nos ayudan a comprender su riqueza .

a) Cena del Señor (Kyriakon deipnon: 1 Cor 11,20. cf. mesa
del Señor, trapeza tou Kyriou: 1 Cor 10,21): el nombre está indicando que la eucaristía depende y está en continuidad con la última cena que Jesús celebró con sus discípulos la víspera de su pasión, a la vez que es anticipación del banquete de bodas escatológico del Cordero (cf. Ap 19,9). Pablo utiliza el término para referirse a la eucaristía que se celebraba en Corinto, donde la comida del Señor tiene lugar en un marco doméstico, en ambiente de cena fraterna, probablemente
precediendo el ágape, y concluyendo con la eucaristía o gesto de bendición del pan y el vino .

b) Fracción del pan (klasis tou artou: Hch 2,42.46; 20,7.11): el
nombre remite a la costumbre judía de bendecir y partir el pan, que fue utilizada por Jesús en sus comidas (cf. Mt 14,19; 15,36; Mc 8,6.19), y de forma más significativa en la última cena (cf. Mt 26,26; 1 Cor 11,24). Sus discípulos lo reconocerán en el gesto del partir el pan (Lc 24,13-35), y con el tiempo vendrá a ser el nombre propio para designar la totalidad del rito eucarístico (cf. Hch 2,42), unido a la exigencia de vivir en unidad como un solo cuerpo (cf. 1 Cor 10,16-17), y de adoptar una actitud fraternal de servicio o diakonía, sobre todo para con los más pobres (cf. 1 Cor 11,17-22).

c) Eucaristía (eucharistia, eucharistein) (Le 22,19; 1 Cor
11,24; y eulogein: Mt 26,26; Me 14,22): significa agradecer, dar gracias. Recuerda las bendiciones (berakah) que los judíos pronuncian con frecuencia, sobre todo durante la comida, para recordar la bendición que Dios hace al hombre con la creación y la salvación, el acto por el que se pide a Dios que renueve sus maravillas, y la acción de gracias con la que el mismo hombre alaba a Dios por su bondad (cf. Gen 1,28; 27,27-28; 2 Mac 1,11; Sab 16,28...). El NT la emplea, además de para indicar una actitud agradecida permanente hacia Dios (sobre todo en Pablo), también para referirse a la acción de cias antes de la comida (Me 8,6; Hch 27,35; 1 Cor 10,30), y más en
concreto para referirse a la fórmula empleada por Jesús en la última cena (Le 22,17.19; 1 Cor 11,24 sólo sobre el pan; mientras Mc 14,23 y Mt 26,27 sólo la emplean para el cáliz, utilizando el término eulogía).
Se percibe una progresiva sustitución de la bendición dirigida a
Dios (berakah judía sobre el pan y el vino) por una bendición que recae sobre los dones en referencia a la cena del Señor, y por tanto una preferencia del término eucharistein sobre el término eulogein . Lo mismo que en el caso de la fracción del pan, poco a poco se amplía el uso del término de la bendición sobre los dones a la acción eucaristica total, aunque todavía no se emplee como término técnico común para designar la eucaristía.

d) Sinaxis o asamblea eucaristica (sinaxis: 1 Cor 11,17-34) es
otro de los términos, aunque menos frecuente, que aparece en el NT para designar la reunión de los cristianos, expresión visible de la Iglesia, y exigitivo de unidad eclesial.

e) Otro nombre que pronto se utiliza es sacrificio, junto con
santo sacrificio, sacrificio de alabanza (Hch 13,15. cf. Sal
116,13.17), sacrificio espiritual (cf. 1 Pe 2,5), sacrificio puro y santo (cf. Mal 1,11), para significar que en ella se actualiza el único sacrificio de Cristo (Heb 10,5.10.14. Cf. Didaché, cap. 14).

f) Otros nombres vendrán a aplicarse posteriormente, como los
de comunión, acentuando que al participar del Cuerpo y Sangre de Cristo formamos un solo cuerpo (1 Cor 10,16-17; Didaché 9,5; 10,6); sacramento del altar (sacramentum altaris: Agustín, Sermo 59,3); santa y divina liturgia, porque en ella se celebran los santos misterios (liturgias orientales); viaticum, porque nos acompaña en el último camino de la vida (Concilio de Nicea, can. 13). Finalmente, misa (de mirto, missio), que indica el término de la eucaristía y el envío a cumplir la misión en la vida, nombre este que se hará ya muy extenso y frecuente a partir sobre todo del s.IV



REDEMPTIONIS SACRAMENTUM.

La instrucción Redemptionis Sacramentum, describe detalladamente cómo debe celebrarse la Eucaristía y lo que puede considerarse como "abuso grave" durante la ceremonia. Aquí les ofrecemos un resumen de las normas que el documento recuerda a toda la Iglesia.

LA PLEGARIA EUCARÍSTICA.

Sólo se pueden utilizar las Plegarias Eucarísticas del Misal Romano o las aprobadas por la Sede Apostólica. Los sacerdotes no tienen el derecho de componer plegarias eucarísticas, cambiar el texto aprobado por la Iglesia, ni utilizar otros, compuestos por personas privadas.

Es un abuso hacer que algunas partes de la Plegaria Eucarística sean pronunciadas por el diácono, por un ministro laico, o bien por uno sólo o por todos los fieles juntos. La Plegaria Eucarística debe ser pronunciada en su totalidad, y solamente, por el sacerdote.

El sacerdote no puede partir la hostia en el momento de la consagración.

En la Plegaria Eucarística no se puede omitir la mención del Sumo Pontífice y del Obispo diocesano.






GOTITAS LITÚRGICAS.

VESTIDURAS LITÚRGICAS.

 

Las oraciones que acompañan el proceso de vestir

Cuando el sacerdote viste las vestiduras litúrgicas, realiza un rito real, que contribuye al proceso de ‘despersonalización’, haciendo que el celebrante mismo, como un hombre común, se convierta durante el tiempo de la liturgia en alguien que no sea él mismo, una especie de emanación de Cristo.

Los textos de estas oraciones particulares a menudo se encuentran en la sacristía, aunque la mayoría de ellos ya no son obligatorios.

La ceremonia de vestir siempre comienza con la ablución de las manos, que anuncia la separación de todo lo que es ordinario y profano, para acercarse a una dimensión más espiritual y sagrada. La oración que acompaña a la ablución de las manos dice:

Da, Domine, virtutem manibus meis ad abstergendam omnem maculam; ut sine pollutione mentis et corporis valeam tibi servire. (Purifica, Señor, de toda mancha mis manos con tu virtud, para que pueda yo servirte con limpieza de cuerpo y alma. Amen).

Como ya hemos mencionado en relación con la lista de vestiduras litúrgicas, el proceso de vestir procede gradualmente, superponiendo a las varias vestiduras de acuerdo con las reglas codificadas a lo largo de los siglos.

Primero se pone el amito, la tela blanca cuya función es cubrir el cuello del sacerdote si el alba no es suficiente. Es una especie de ‘protección’ contra el mal y las tentaciones, un casco simbólico. La oración prevista para ponerse el amito de hecho recita: Impone, Domine, capiti meo galeam salutis, ad expugnandos diabólicos incursus. (Pon, Señor, sobre mi cabeza el yelmo de salvacion, para rechazar los asaltos del enemigo. Amen).

Posteriormente, el sacerdote se pone un alba, símbolo de pureza y santidad, un pase esencial para ascender a la gracia divina. Al usar el alba, el sacerdote debe recitar: Dealba me, Domine, et munda cor meum; ut, in sanguine Agni dealbatus, gaudiis perfruar sempiternis. (Hazme puro Señor, y limpia mi corazon, para que, santificado por la Sangre del Cordero, pueda gozar de las delicias eternas. Amen).

El alba se aprieta en la cintura con el cíngulo, que puede ser de diferentes colores, según el tiempo litúrgico. El cíngulo simboliza las virtudes de dominio de sí mismo, y el sacerdote recuerda a citar San Pablo: Praecinge me, Domine, cingulo puritatis, et exstingue in lumbis meis humorem libidinis; ut maneat in me virtus continentiae et castitatis. (Ciñeme Señor con el cingulo de Tu pureza, y borra en mis carnes el fuego de la conscupicencia, para que more siempre en mi, la Virtud de la continencia y la castidad. Amen).

La estola sacerdotal distingue al celebrante más que cualquier otra vestidura litúrgica. Mientras se la pone el sacerdote recita: Redde mihi, Domine, stolam immortalitatis, quam perdidi in praevaricatione primi parentis; et, quamvis indignus accedo ad tuum sacrum mysterium, merear tamen gaudium sempiternum. (Devuelveme Señor, la estola de la inmortalidad, que perdi con el pecado de mis primeros padres, y aun cuando me aceptas sin ser digno a celebrar tus Sagrados Misterios, haz que merezca el gozo Eterno. Amen).

Por fin, el sacerdote que está a punto de celebrar la Santa Misa se pone la casulla. La oración prevista retoma las palabras de Jesús: Domine, qui dixisti: Iugum meum suave est, et onus meum leve: fac, ut istud portare sic valeam, quod consequar tuam gratiam. Amen. (Señor, que has dicho, mi yugo es suave, y mi carga liviana, haz que la lleve a tu manera y consiga tu gracia. Amen)



 

¿POR QUÉ UNA GRAN CRUZ SE LLEVA EN PROCESIÓN ANTES DE LA MISA?

A veces antes de celebrar la Eucaristía, los sacerdotes entran en procesión desde la entrada de la iglesia, precedidos de una gran cruz cargada por un monaguillo.

Levada en alto durante ceremonias religiosas, sobre todo al comienzo de la misa, la cruz de procesión, delante del sacerdote, indica a todos los presentes que es Cristo quien abre el camino.

Cristo se representa además siempre en esta cruz porque Él está a la cabeza de su pueblo. Como el buen pastor, orienta el sentido de la marcha.

Esta famosa cruz, muy alta para que sea visible por todos, es portada por una persona a la que se llama cruciferario, crucífero o crucero.

Cuando el número de monaguillos lo permite, viene precedida del incensario, llevado en este caso por el turiferario para purificar la iglesia.

Los ceroferarios, que llevan cirios encendidos, acompañan la cruz para mostrar a la asamblea que Cristo es la luz del mundo.

A la llegada al altar, la cruz procesional se coloca en su lugar correspondiente, en el tripié, en el coro, previsto para tal efecto.

Tras la celebración, durante la procesión de salida, la cruz se coloca siempre en primer lugar porque ya no es necesario purificar la iglesia.




LOS GESTOS LITÚRGICOS.

Los Gestos de la Plegaria.

En todo culto, la actitud del cuerpo en la oración es de lo más noble, porque traduce al exterior los sentimientos más elevados del alma, los que se dirigen a la divinidad; pero en la liturgia cristiana quiere expresar especialmente aquella eminente dignidad sobrenatural a la que ha sido elevado el fiel y aquella universal paternidad que venera él en Dios.

LOS GESTOS DE LA ORACIÓN SON CUATRO:

a) La plegaria en pie con los brazos extendidos y elevados.

b) La plegaria hacia el oriente y con los ojos dirigidos al cielo.

c) La plegaria de rodillas.

d) La oración con las manos juntas.

La plegaria en pie con los brazos extendidos y elevados.

La posición rígida era la postura acostumbrada de los pueblos antiguos durante el servicio religioso y en general ante una persona de autoridad. También los hebreos oraban en el templo y en la sinagoga de pie, con la cabeza descubierta, elevando las manos al cielo. Los primeros cristianos, en memoria de Cristo y del Apóstol, usaron en sus costumbres rituales el mismo gesto simbólico, pero imprimiéndole un nuevo significado: el sentimiento del ser humano, que no es ya más esclavo del pecado, sino libre, por ser hijo de Dios, hacia el cual puede elevar confiadamente sus ojos y manos como a su Padre. Una representación viva de tal postura cristiana en la oración es la figura del orante, que nos han dejado con profusión los frescos y sarcófagos antiguos. En ellos, el orante aparece en pie, la cabeza elevada y erguida, los ojos elevados al cielo, las manos extendidas en forma de cruz. Que los fieles oraban ordinariamente así en los primeros siglos nos lo atestiguan ampliamente los escritores de aquel tiempo, comenzando por Clemente Romano, Tertuliano y San Cipriano, hasta San Juan Crisóstomo, San Ambrosio y San Máximo de Turín (+ 465). El canon 20 del concilio de Nicea lo manda expresamente.

La práctica de orar en pie se mantuvo siempre en la Iglesia; aun hoy día muchas antiguas basílicas están desprovistas de medios para sentarse. Pero la liturgia la prescribe en particular los domingos, durante el tiempo pascual, en la lectura del evangelio, de los cánticos y de los himnos. Análoga disciplina se encuentra en las Reglas monásticas más antiguas del Oriente y del Occidente, según las cuales los monjes, durante la salmodia, debían estar en pie: S’c stemus ad psallendum, ut mens nostra concordet voci nostrae, dice San Benito. La postura se hacía menos gravosa apoyándose en soportes en forma de tau, en forma de brazuelos (cambutae), que muchas veces se unían a los bancos del coro. La disciplina se conservó con alguna resistencia hasta el siglo XI; en esta época comenzó por vez primera a mitigarse, aplicando a los sitiales del coro unos apéndices (llamados "misericordia") sobre los que se apoyaba la persona sin estar propiamente sentada, hasta que entró la costumbre de sentarse sin más. Los asistentes al coro se levantaban, como constata el concilio de Basilea (1431, 49), Bolamente al Gloria Paírí. Esta mayor amplitud se tomó del ceremonial de los obispos; pero la antigua severidad se conserva todavía en diversas familias religiosas masculinas y femeninas.

La posición erguida en la oración, si era para los fieles una práctica vivamente inculcada, para el sacerdote fue siempre considerada una regla precisa cuando cumplía los actos del culto, es decir, en las funciones de mediador entre Dios y los hombres. Al ejemplo de Moisés, del cual está escrito: Stetit Moyses in confractionem. San Juan Crisóstomo observa: Sacerdos non sedet sed stat; stare enim signum est actionis liturgicae. La más antigua representación de la misa en el cementerio de Calixto, del final del siglo II, nos muestra al sacerdote de pie y con las manos dirigidas hacia el tríbadion que lleva las oblatas. Por eso en la misa, en la administración de los sacramentos y en los sacramentales, en el oficio divino, el sacerdote adopta la posición erguida. Sobre este particular, la Iglesia fue siempre rígido guardián de la antigua costumbre; sólo cedió en un punto, como antes decíamos: la salmodia.

El gesto en la plegaria con los brazos abiertos en forma de cruz fue el predilecto de las primeras generaciones cristianas por su místico simbolismo con Cristo crucificado. Tertuliano lo presenta, en efecto, con una postura original cristiana frente a un gesto pagano similar: Nos vero non aitollimus tantum, sed etiam expandimus (manus) et dominica passione modulati, orantes, confitemur Domino Christo. La vigésimo séptima de las odas que llevan el nombre de Salomón (siglo II) delinea poéticamente la figura: Tengo extendidas mis manos y he alabado a mi Señor; porque el extender mis manos es la señal de El; y mi postura erguida, el madero del medio. Alleluia!

Así, Santa Tecla (c.190) se presentó, poco antes de morir en la arena, de pie, orando con los brazos abiertos, en espera del asalto de las fieras. San Ambrosio exhortaba a rezar así: Debes in (oratione tua crucem Domini demonstrare; y él mismo, según su biógrafo Paulino, extendido sobre el lecho de muerte, oró con los brazos en cruz. San Máximo de Turín (+ d.465) insiste particularmente sobre este gesto en la plegaria. "El hombre — dice él — no tiene más que levantar las manos para hacer de su cuerpo la figura de la cruz; he aquí por qué se nos ha enseñado a extender los brazos cuando oramos, para proclamar con este gesto la pasión del Señor."

Esta expresiva actitud en la oración continuó durante toda la Edad Media, especialmente en los monasterios de Italia e Irlanda, Los monjes usaban de ella como de un estímulo para un fervor mayor; a veces también, prolongada, sirvió como un duro ejercicio de penitencia, que se ejecutaba apoyando el tronco y los brazos en una cruz. Pero es sobre todo en la liturgia donde se mantuvo unida a las oraciones más solemnes y antiguas de la misa: las oraciones y el prefacio con el canon. Es verdad que para ambas la rúbrica actual del misal prescribe una idéntica modesta elevación y expansión de los brazos; pero una secular tradición litúrgica hasta todo el siglo XV imponía al sacerdote que durante el canon, y sobre todo después de la consagración, tuviese los brazos abiertos en forma de cruz. Quizá en Roma la costumbre era menos conocida, que en otras partes.

La antigua práctica no ha desaparecido; sobrevive en alguna congregación religiosa y en ciertos países de fe más viva, y es conmovedor verla de hecho alguna vez en algún monasterio por grupos enteros de peregrinos

GESTOS DE LA PLEGARIA.

b) La plegaria hacia el oriente y con los ojos dirigidos al cielo.

La plegaria en dirección al oriente y con los ojos hacia el cielo.

El gesto era muy común en los cultos paganos y entre los hebreos, quienes oraban en dirección al templo de Jerusalén; pero los cristianos, adoptándolo, le dieron un motivo enteramente propio y original. Jesús, según el salmista, subió al cielo por la parte de oriente, donde actualmente se encuentra (el cielo), y del oriente había dicho que debíamos esperar su retorno. Maranatha! Veni, Domiíne lesu! oraba ya el autor de la Didaché. Las Constituciones Apostólicas se refieren a este primordial significado cuando prescriben que después de la homilía, estando de pie y dirigidos hacia el oriente... todos a una sola voz oren a Dios, que subió al cielo superior por la parte del oriente. Además, del oriente sale la luz, los cristianos son llamados hijos de la luz, y su Dios, la verdadera luz del mundo, el oriente, el sol de justicia. En el oriente estaba situado el paraíso terrenal, "y nosotros — escribe San Basilio —, cuando oramos, miramos hacia el oriente, pero pocos sabemos que buscamos la antigua patria."

Debemos tener en cuenta que la orientación en la plegaria era, sobre todo, una costumbre oriental, mucho menos conocida en Occidente, al menos en su origen. Solamente más tarde, hacia los siglos VII-VIII, por influencias bizantino-galicanas, se sintió el escrúpulo de la orientación, que se manifestó en la construcción de las iglesias, así como en la posición de los fieles y del celebrante durante la oración. El I OR lo atestigua para Roma. Terminado el canto del Kyrie, nota la rúbrica: Dirigens se pontifex contra populum, dicens "pax vobis" et regirans se ad orientem, usquedum finiatur. Post hoc dirigens se iterum ad populum, dicen "pax vobis" et regirans se ad orientem, dicit oremus." Et sequitur oratio. Todavía algún tiempo después, un sacramentarlo gregoriano del siglo IX prescribe que en el Jueves Santo el obispo pronuncie en la solemne oración consecratoria del crisma respiciens ad orientem. Después, la práctica, si bien no desconocida por la devoción privada medieval, tuvo entre nosotros una escasa aceptación y ningún reconocimiento oficial en la liturgia.

Sin embargo, un gesto que se puede considerar equivalente, común también a los hebreos y gentiles, prevaleció en Roma y en África: el de orar no sólo con los brazos, sino también con los ojos dirigidos al cielo. Ya Tertuliano lo ponía de relieve: Illud (ad caelum) suspicientes oramus. Y es cierto que el antiquísimo prólogo de la anáfora, cuando amonestaba con el Sursum corda... invitaba a adoptar el gesto que mejor expresaba aquel sentimiento: levantar los ojos al cielo, como leemos en una fórmula del Testamentum Domini (Proclamatio diaconi):Sursum oculos cordium vestrorum; Angelí inspiciunt.

En esta postura, el emperador Constantino mandó acuñar algunas monedas, de las cuales poseemos todavía algunos ejemplares: vultu in caelum sublato, et manibus expansis instar precantis.

Las actuales rúbricas del misal prescriben varias veces al celebrante que adopte este gesto de filial confianza en Dios, distinguiendo una doble forma del mismo:

a) Una simple mirada al cielo (indicado por la cruz) al Munda cor meum antes del evangelio; al Suscipe, Sánete Pater, del ofertorio; al Suscipe, sancta Trinitas, antes de la bendición, y al Te igitur, al comienzo del canon; después de aquella mirada, los ojos se repliegan súbitamente sobre el altar (statím demissis oculis).

b) Una mirada fija y prolongada mientras se profieren las palabras Veni, sanctificator omnipotens aeterne Deus, en el ofertorio, y Benedicat vos, omnipotens et misericors Deus, en la bendición final.


El Silencio en la Liturgia.

"Mientras más callado estés, mejor escucharás." !Que verdadero es este proverbio contemporáneo en nuestro mundo lleno de tantos sonidos y tanto ruido¡. Nuestra vida está marcada por ruidos físicos, y de igual manera por sonidos internos de estrés, inquietud, preocupaciones, y actitudes negativas.

Es solamente en los momentos de silencio cuando podemos escuchar el canto de un pájaro o el llanto de un niño, el crecer de una flor o el llanto de nuestros propios corazones.

La Iglesia reconoce esta realidad y nos invita a tener momentos de quietud en nuestras celebraciones litúrgicas. Puesto que, a menudo es solo en la quietud y el silencio que somos capaces de escuchar la voz de Dios. (Ver Reyes I 19:12).

En el GIRM revisado (#45), leemos "El silencio Sagrado como parte de nuestra celebración, debe ser observado en los tiempos designados." Esto significa que el silencio es una parte importante e integral en cada liturgia. Es llamado "sagrado" porque en este silencio nos encontramos con Dios, el Santísimo. También encontramos en él la santidad a la cual cada uno de nosotros está llamado en virtud de nuestro bautismo.

 

En la Misa, el GIRM nos dice, estamos invitados al silencio en las siguientes cinco ocasiones:

• En el Acto de Penitencia

• Después que el sacerdote dice "Oremos"

• Después de cada lectura de las Escrituras

• Después de la Homilía

• Después de recibir la Comunión

 

Siguiendo la oración de entrada al inicio de la Misa, el celebrante invita a cada miembro de la asamblea a recordar sus pecados y reflexionar en la necesidad de arrepentimiento. Tal reflexión necesita ser realizada en forma individual, y de una manera breve lo hacemos en silencio.

Varias veces durante la Misa, el celebrante inicia una oración, llamada "oración colectiva", con la palabra "Oremos." Entonces hace una pausa para un pequeño silencio. Está invitando a cada uno de nosotros a que de una manera silenciosa e individual "unamos" nuestro ser completo – cuerpo, mente y espíritu- para reconocer que estamos en la presencia de Dios y para realizar nuestras plegarias en este momento.

El celebrante entonces "une" nuestras plegarias individuales en una sola, que expresa en voz alta.

Después de cada una de las lecturas y de la homilía, se nos permite un momento de quietud.

Durante este tiempo se nos permite hacer una reflexión profunda sobre lo que hemos escuchado. El silencio nos invita a recibir la

Palabra de Dios, alojándola en nuestros corazones (GIRM #56) y haciéndola nuestra.

El último de los tiempos designados para el silencio durante la Misa, es después de haber recibido la Comunión. Mientras todos estamos recibiendo el Cuerpo y la Sangre de Cristo, debemos simbolizar nuestra unión cantando juntos el Canto de la Comunión. Entonces se nos es dado un tiempo para la oración privada, para alabar y agradecer a Dios en nuestros corazones cuando la distribución de la Comunión ha finalizado (GIRM #88). Es en este momento cuando debemos sentir profundamente nuestra propia unidad con Jesucristo, a quien hemos recibido. También nos podemos preparar para salir y SER Eucaristía para todos aquellos que encontramos en nuestra vida diaria.

Estamos invitados también a tomar un momento de silencio personal una vez que tranquilamente saludamos a aquellos cercanos a nosotros, aún antes de iniciar la Misa. Esto es para que todos (celebrante, ministros, y asamblea) nos preparemos para el gran misterio que estamos a punto de celebrar (GIRM #45).

Estamos agradecidos por el reconocimiento de nuestra necesidad por el silencio, aún en nuestra liturgia. Así, con silencios intercalados entre las plegarias, lecturas, cantos y actividades de la Misa, estamos mejor preparados para realmente escuchar, no sólo con los oídos, sino también con nuestros corazones y nuestro ser completo, lo que Dios nos dice.



PARA IR ENTENDIENDO LA MISA.PARTE No. 1

Juan Bautista anuncia a Jesús  como Cordero de Dios

Juan 1,29-34

 El símbolo del cordero:

Dirijamos ahora nuestra atención al símbolo del “Cordero (amnos) de Dios” y a su significado.

- Una primera alusión bíblica para la comprensión de esta expresión usada por Juan Bautista para indicar la persona de Jesús es la figura del Cordero victorioso en el libro del Apocalipsis: en 7,17 el Cordero es el Pastor de los pueblos; en 17,14 el Cordero destruye los poderes malvados de la tierra. En tiempos de Jesús se creía que al final de la historia se aparecería un cordero victorioso o destructor de las potencias del pecado, de las injusticias, del mal. Tal idea es un síntoma también de la predicación escatológica de Juan el Bautista: avisaba que la ira era inminente (Lc 3,7), que el hacha ya estaba puesta a la raíz del árbol y que Dios está a punto de abatir y echar en el fuego todo árbol que no llevase buenos frutos (Lc 3,9). (Mt 3,12 y Lc 3,17).

Otra expresión muy fuerte con la que el Bautista presenta a Jesús se encuentra en Juan 1,29: “Él tiene en la mano el bieldo para limpiar su era y para recoger el grano en el granero; pero a la paja la quemará con fuego inextinguible”. No es equivocado pensar que Juan el Bautista pudiese describir a Jesús como el cordero de Dios que destruye el pecado del mundo. De hecho, en 1 Juan 3-5 se dice: “ El apareció para quitar los pecados”; y en 3,8: “El Hijo de Dios apareció para destruir.

 


TRES FORMAS EQUIVOCADAS DE RECIBIR LA SAGRADA EUCARISTÍA.

La Santa Misa y la comunión son esenciales en la vida del cristiano ¡Así que hay que tomarlo en serio!

Desafortunadamente, ya sea por ignorancia o flojera, muchos católicos reciben de manera equivocada la Santa Eucaristía.

Estos son los tres errores más comunes que cometen muchos católicos:

1. No haciendo reverencia antes de comulgar.

El gesto corporal más reverente es ponerse de rodillas; sin embargo, si comulgas de pie se debe inclinar hacia adelante levemente antes de recibir la Sagrada Eucaristía.

Así lo menciona la Instrucción General del Misal Romano: “Cuando comulgan estando de pie, se recomienda que antes de recibir el Sacramento, hagan la debida reverencia, la cual debe ser determinada por las mismas normas” (IGMR160).

2. No decir Amén.

Cuando el sacerdote les muestra la Santa eucaristía diciendo “el Cuerpo de Cristo”, los fieles debemos responder “Amén”.

Esto es importante porque de esa manera confirmamos con nuestros labios que creemos que estamos recibiendo verdaderamente a Jesús.

3. ¿Estás en estado de Gracia?

Solo puedes recibir la Santa Eucaristía si eres un católico practicante, ya has dado tu Primera Comunión y te encuentras en estado de gracia.

¿Has cometido algún pecado mortal después de tu última confesión? Si la respuesta es sí, entonces debes confesarte antes de acercarte a comulgar. Siempre puedes asistir a Misa, pero si no estás en gracia no debes comulgar.

Nota.

Agregaría también en la que muchos se presentan a mitad de la Misa y así quieren Comulgar, sin hacer discernimiento aun de pecado venial, Es por eso que en el acto Penitencial reconocemos en la Santa Misa nuestros pecados, delante de Dios, de María Virgen, de los ángeles y de los Santos y de nuestros hermanos, nuestros pecados.

Estos quedan absueltos para poder Comulgar en gracia, pues Dios quiere que nos presentemos lo más relucientes nuestros vestidos.

Recordemos que los pecados veniales no nos condenan, pero si morimos purgáremos por ellos.

 



¿ES CORRECTO IR A MISA Y NO COMULGAR?

LA CONTUNDENTE RESPUESTA DE UN SACERDOTE.

¿Es correcto ir a Misa y no comulgar? La contundente respuesta de un sacerdote

La primera respuesta del sacerdote fue un rotundo sí: “Sería apropiado y requerido. Si uno discierne que no puede recibir la sagrada Comunión debido a un pecado mortal no confesado o a una disidencia continua de las enseñanzas de la Iglesia, aún está obligado a asistir a Misa“.

“Por lo tanto, aún debe ir, porque estamos obligados a ir a Misa todos los domingos, aunque no está obligado a recibir la sagrada Comunión todos los domingos”, agregó.

A continuación, Mons. Charles Pope explicó que “la metáfora de ir a un restaurante pero no comer no es realmente un buen ejemplo. Uno va a un restaurante con el propósito principal de comer. Sin embargo, uno va a Misa ante todo para adorar a Dios y pagar una deuda de gratitud y adoración, que debemos en justicia“.

“En la Misa, -continúa el sacerdote- Dios también nos enseña su palabra y nos concede muchas otras bendiciones, especialmente la de la sagrada Comunión“.

“Por lo tanto, la Iglesia nos enseña y nos advierte con razón que asistamos a Misa todos los domingos para pagar nuestra deuda de alabanza a Dios, pero también, si vamos a recibir la sagrada Comunión, que lo hagamos digna y verazmente”, concluye el sacerdote.


LA SAGRADA EUCARISTÍA.

Hasta el momento, entonces, estamos observando dos hechos. Primero, Dios tiene un plan para conducir a las criaturas (nosotros) a una maravillosa intimidad con Él. Segundo, su plan es llevado a cabo mediante la vida, muerte y resurrección de Jesucristo, quien es el Hijo Eterno de Dios y quien se hizo entre nosotros como un hombre perfecto. Ahora nosotros acudimos a los sacramentos para comprender exactamente cómo la acción salvífica de Jesucristo se hace presente y efectiva en nosotros en nuestro propio tiempo y lugar.

Antes de su muerte, Jesucristo reunió a los Doce Apóstoles. A estos hombres escogidos Cristo les encomendó la misión de predicar su Evangelio y de regir (es decir, la Iglesia). Más misteriosamente aun, sin embargo, Él también les confió su obra de santificación –es decir, de aplicar las bendiciones de la vida divina a los creyentes. Para citar sólo un ejemplo podemos observar la misión dada a los Apóstoles al final del Evangelio de San Mateo cuando leemos:

Jesús se acercó a ellos [los Apóstoles] y les habló así: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mateo 28, 18-20).

 

Es significativo que el Señor no envió a los Apóstoles sólo a predicar el Evangelio al mundo entero e instruirlos bajo su autoridad divina. Sino también los envió con un nuevo modo de oración, bendición y consagración: el bautismo y también los otros sacramentos que Jesús confió a sus discípulos.

A final de cuentas, Jesucristo le dio a Su Iglesia los siete sacramentos. Por medio de los sacramentos, el Espíritu Santo hace presente y efectiva entre nosotros la actividad salvífica de Jesucristo. Los siete sacramentos (y algunos textos bíblicos que dan testimonio de ellos) son:

 

Bautismo (Mateo 28, 19),

Penitencia (Juan 20, 23),

Confirmación (Hechos de los Apóstoles 8, 17; 19, 6),

Sagrada Eucaristía (Lucas 22, 19),

Matrimonio (Efesias 5, 25; Mateo 19, 3-9),

Unción de los enfermos (Epístola de Santiago 5, 14 y siguientes),

Orden sacerdotal (2 Timoteo 1, 6; 2, 2).

El Señor Jesús le entregó estos sacramentos a la Iglesia como el medio escogido por medio del cual Él mismo obraría en el mundo entre el momento de su ascensión a los cielos y su nueva venida gloriosa al final del mundo. En cada sacramento, es Cristo quien obra mediante la intervención natural visible de sus ministros. Los sacramentos no dependen de la santidad de su ministro terrenal para ser efectivos, aunque cualquiera que los recibe irreverentemente mina su utilidad




EL SACRAMENTO DEJADO POR CRISTO.

Perpetuando su presencia entre nosotros, presencia esta Real con el Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, “la Eucaristía se manifiesta, pues, como culminación de todos os sacramentos, en cuanto lleva a perfección la comunión con Dios Padre, mediante la identificación con el Hijo Unigénito, por obra del Espírito Santo”. 20

Así, somos invitados a buscar en la Eucaristía el origen de toda forma de santidad, a adherirnos personalmente a él, hasta unirnos con el Señor amado, manifestando con nuestra propia vida eucarística el esplendor y la belleza de pertenecer a Él, para que en la celebración eucarística, caminemos hasta el cielo, donde todos los elegidos podrán participar de la mesa del Reino. 21

LA EUCARISTÍA EN LA VIDA DE LA IGLESIA.

La Iglesia ha recibido la Eucaristía de Cristo como un don por excelencia, porque es Él mismo, es decir, su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. Por eso, “la Eucaristía hace la Iglesia”22 y la Iglesia vive de la Eucaristía, que dirige su mirada continuamente a su Señor, presente en el sacramento del altar, en el cual descubre la plena manifestación de su inmenso amor.23

Sin embargo, la fe de la Iglesia es esencialmente fe eucarística, porque se alimenta de modo particular en la mesa de la Eucaristía, 24 que es el don más grande, donde el divino Esposo ha ofrecido y ofrece sin cesar a su Esposa, que es la Iglesia; mientras nuestra vocación es la de suscitar y cultivar, sobre todo con el ejemplo personal, toda manifestación de culto hacia Cristo, presente y operante en el Sacramento del amor.

“Con una sola fe y una sola Iglesia”25 la Eucaristía se hace presente todos os días en nuestras vidas, a través del santo Sacrificio de la Santa Misa, mediante el ministerio sacerdotal, el cual pronuncia las palabras o, más bien, “pone su boca y su voz a disposición de Aquél que las pronunció en el Cenáculo y quiso que fueran repetidas de generación en generación por todos los que en la Iglesia participan ministerialmente de su sacerdocio”.26

En efecto, con las palabras del sacerdote, la Eucaristía pasa a contener todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, “Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan de Vida, que da la vida a los hombres por medio del Espíritu Santo, y que se realiza plenamente como eficacia salvífica, cuando se comulga recibiendo el cuerpo y la sangre del Señor”.27

Con este Santo Sacrificio, la Iglesia entera permanece en oración, pues celebra su tesoro, el corazón del mundo, la garantía del fin al que todo hombre, aunque sea inconscientemente, aspira.28 También es una unión con la Iglesia celeste, donde todos los ángeles y santos, están en perfecta unión con la Iglesia militante, honrando con alabanzas a Dios y ayudando a los fieles a dirigirse con más dignidad ante la presencia del Señor.

20 – JUAN PABLO II, Ecclesia de Eucharistia, 17-04-2003, 34

21 – cf. CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, 1344

22 – IBÍD. 1118

23 – cf. JUAN PABLO II, EE, 1

24 – cf. BENEDICTO XVI, “SC”, 6

25 - XI SÍNODO DE LOS OBISPOS, La Eucaristía: Pan vivo para la luz del mundo, 2

26 – JUAN PABLO II, EE, 5

27 - BENEDICTO XVI, SC, 16


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Amén. El término amén, lejos de corresponder siempre exactamente a la traducción actual de “Así sea ¡” que expresa un mero deseo, pero no una certeza, significa, ante todo: Ciertamente, verdaderamente, seguramente o sencillamente: Sí. En efecto, este adverbio deriva de una raíz hebraica que implica firmeza, solidez, seguridad (cfr. Fe). Decir amén es proclamar que se tiene por verdadero lo que se acaba de decir, con miras a ratificar una proposición o a unirse a una plegaria. 1. Compromiso y aclamación. El amén que confirma un dicho puede tener un sentido débil, como cuando decimos “Sea” (Jer 28,6). Pero las más de las veces es una palabra que compromete: con ella muestra uno su conformidad con alguien (1Re 1,36) o acepta una misión (Jer 11,5), asume la responsabilidad de un juramento y del juicio de Dios que le va a seguir (Núm. 5,22). Todavía más solemne es el compromiso colectivo asumido en el momento de la renovación litúrgica de la alianza (Dt 27,15-26; Neh 5,13). En la liturgia puede este término adquirir también otro valor; si uno se compromete frente a Dios, es que tiene confianza en su palabra y se remite a su poder y a su bondad; esta adhesión total es al mismo tiempo “bendición de aquel al que uno se somete (Neh 8,6); es una oración segura de ser escuchada (Tob 8,8; Jdt 15,10). El amén es entonces una aclamación litúrgica, y y en este concepto tiene su puesto después de las doxologías (1 Cr 16,36); en el NT tiene con frecuencia este sentido (Rom 1,25; Gal 1,5;2 Pe 3,18; Heb 13,21). Siendo una aclamación por la que la asamblea se une al que ora en su nombre, el amén supone que para adherirse a las palabras oídas se comprende su sentido (1 Cor 14,16). Finalmente, el amén, como adhesión y aclamación, concluye los cánticos de los elegidos, en la liturgia del cielo (Ap 5,14; 19,4), donde se une al aleluya.

CUANDO UNA PERSONA SE HA IDO. VÍSPERAS DE TODOS LOS SANTOS. NO LLORES SI ME AMAS. No llores si me amas... Si conocieras el don de Dios y lo que es el cielo... Si pudieras oír el cántico de los ángeles y verme en medio de ellos... si por un instante pudieras contemplar como yo la belleza ante la cual las bellezas palidecen... Créeme. Cuando llegue el día que Dios ha fijado y conoce, y tu alma venga a este cielo en el que te ha precedido la mía... ese día volverás a verme. sentirás que te sigo amando, que te amé, y encontrarás mi corazón con todas sus ternuras purificadas. volverás a verme en transfiguración, en éxtasis feliz. Ya no esperando la muerte, sino avanzando contigo, que te llevaré de la mano por los senderos nuevos de luz y de vida. Enjuga tu llanto y no llores si me amas. (San Agustín)

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