El Rostro de
Dios. Ed, Sígueme.
EL BUEY Y EL
ASNO.
Desde entonces, un buey y un asno forman parte de la
representación del pesebre o nacimiento. ¿Pero de dónde proceden propiamente
estos animales? Los relatos de la navidad del nuevo testamento no nos narran
nada acerca de esto.
Pero, si profundizamos esta cuestión, topamos con un hecho
que es importante para todas las costumbres navideñas y sobre todo para la
piedad navideña y pascual de la iglesia en la liturgia y al mismo tiempo en los
usos populares.
El buey y el asno no son simples productos de la fantasía; se
han convertido, por la fe de la iglesia, en la unidad del antiguo y nuevo
testamento, en los acompañantes del acontecimiento navideño. En efecto, en
Isaias/01/03 se dice concretamente: «Conoce el buey a su dueño, y el asno el
pesebre de su amo, pero Israel no entiende, mi pueblo no tiene
conocimiento».(…)
En las representaciones medievales de la navidad, no deja de
causar extrañeza hasta qué punto ambas bestias tienen rostros casi humanos, y
hasta qué punto se postran y se inclinan ante el misterio del Niño como si
entendieran y estuvieran adorando.
Pero esto era lógico, puesto que ambos animales eran como los
símbolos proféticos tras los cuales se oculta el misterio de la iglesia,
nuestro misterio, puesto que nosotros somos buey y asno frente a lo eterno,
buey y asnos cuyos ojos se abren en la nochebuena de forma que, en el pesebre,
reconocen a su Señor.
¿Pero le reconocemos realmente? Cuando nosotros ponemos el
buey y el asno en el portal, deben venirnos a la memoria aquellas palabras de
Isaías, las cuales no son sólo evangelio -promesa de un conocimiento que nos ha
de llegar- sino también juicio por nuestra ceguera actual. El buey y el asno
conocen, pero «Israel no tiene conocimiento, mi pueblo no tiene inteligencia».
¿Quién es hoy el buey y el asno, quién «mi pueblo», que está
sin inteligencia? ¿En qué se conoce al buey y al asno y en qué a «mi pueblo»?
¿Por qué se da el fenómeno de que la irracionalidad conoce y la razón se halla
ciega?
Para encontrar una respuesta, debemos volvernos nuevamente,
con los padres de la iglesia, a la primera navidad. ¿Quién es el que no
conoció? ¿Y quién conoció? ¿Y por qué ocurrió así.
Ahora bien, el que no conoció fue Herodes, el cual tampoco
comprende nada cuando se le anuncia el nacimiento del Niño. Sólo sabe de su
afán de dominio y de su ambición de mando y de la manía persecutoria
correspondiente y, por ello, se hallaba profundamente cegado (Mt 2,3).
El que no conoció fue también «todo Jerusalén con él»
(Ibid.). Quienes no conocieron fueron los hombres vestidos lujosamente, las
gentes importantes (Mt 11,8). Los que no conocieron fueron los señores
sabihondos, los entendidos en Biblia, los especialistas en la interpretación de
la sagrada Escritura, los cuales conocían con exactitud los pasajes de la
Biblia, y, sin embargo, no entendían una palabra (Mt 2,6).
Los que le conocieron como el «buey y el asno» fueron: los
pastores, los magos, María y José. ¿Podía ser de otra manera? En el establo
donde él se encuentra no se ve gente fina, allí están como en su casa el buey y
el asno.
¿Pero qué es lo que ocurre con nosotros? ¿Nos hallamos tan
alejados del establo porque somos demasiado finos y demasiado sesudos para
ello? ¿No nos enredamos también nosotros en sabihondas interpretaciones de la
Biblia, en pruebas de la autenticidad o inautenticidad, de forma que nos hemos
hecho ciegos para el Niño y no percibimos ya nada de él?
¿No estamos demasiado en «Jerusalén», en el palacio,
encasillados en nosotros mismos, en nuestra propia gloria, en nuestras manías
persecutorias para que podamos oír en seguida la voz de los ángeles, acudir al
pesebre y ponernos a adorar?
Así en esta noche nos contemplan los rostros del buey y del
asno que nos interrogan: mi pueblo carece de inteligencia, ¿no comprendes tú la
voz de tu Señor? Cuando nosotros colocamos las figuras que nos son familiares
en el pesebre, debemos pedir a Dios que otorgue a nuestros corazones aquella
simplicidad o sencillez que sabe descubrir en el niño al Señor, tal como lo
hizo, en tiempos, Francisco en Greccio.
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