LA PRESENCIA REAL DE JESUCRISTO EN EL SACRAMENTO DE LA EUCARISTÍA.






 LA PRESENCIA REAL DE JESUCRISTO EN EL SACRAMENTO DE LA EUCARISTÍA.

 

INSTRUCCIÓN.

Redemptionis Sacramentum

Sobre algunas cosas que se deben observar o evitar a cerca de la Santísima Eucaristía.

[11.] El Misterio de la Eucaristía es demasiado grande «para que alguien pueda permitirse tratarlo a su arbitrio personal, lo que no respetaría ni su carácter sagrado ni su dimensión universal».27 Quien actúa contra esto, cediendo a sus propias inspiraciones, aunque sea sacerdote, atenta contra la unidad substancial del Rito

romano, que se debe cuidar con decisión,28 y realiza acciones que de ningún modo corresponden con el hambre y la sed del Dios vivo, que el pueblo de nuestros tiempos experimenta, ni a un auténtico celo pastoral, ni sirve a la adecuada renovación litúrgica, sino que más bien defrauda el patrimonio y la herencia de los fieles. Los actos arbitrarios no benefician la verdadera renovación,29 sino que lesionan el verdadero derecho de los fieles a la acción litúrgica, que es expresión de la vida de la Iglesia, según su tradición y disciplina. Además, introducen en la misma celebración de la Eucaristía elementos de discordia y la

deforman, cuando ella tiende, por su propia naturaleza y de forma eminente, a significar y realizar admirablemente la comunión con la vida divina y la unidad del pueblo de Dios.30 De estos actos arbitrarios se deriva incertidumbre en la doctrina, duda y escándalo para el pueblo de Dios y, casi inevitablemente, una violenta repugnancia que confunde y aflige con fuerza a muchos fieles en nuestros tiempos, en que frecuentemente la vida cristiana sufre el ambiente, muy difícil, de la «secularización».31

[12.] Por otra parte, todos los fieles cristianos gozan del derecho de celebrar una liturgia verdadera, y especialmente la celebración de la santa Misa, que sea tal como la Iglesia ha querido y establecido, como está prescrito en los libros litúrgicos y en las otras leyes y normas. Además, el pueblo católico tiene derecho a que se celebre por él, de forma íntegra, el santo sacrificio de la Misa, conforme a toda la enseñanza del Magisterio de la Iglesia. Finalmente, la comunidad católica tiene derecho a que de tal modo se realice para ella la celebración de la santísima Eucaristía, que aparezca verdaderamente como sacramento de unidad, excluyendo absolutamente todos los defectos y gestos que puedan manifestar divisiones y facciones en la Iglesia.32

[13.] Todas las normas y recomendaciones expuestas en esta Instrucción, de diversas maneras, están en conexión con el oficio de la Iglesia, a quien corresponde velar por la adecuada y digna celebración de este gran misterio. De los diversos grados con que cada una de las normas se unen con la norma suprema de todo

el derecho eclesiástico, que es el cuidado para la salvación de las almas, trata el último capítulo de la presente Instrucción.33

27 JUAN PABLO II, Carta Encíclica, Ecclesia de Eucharistia, n. 52: AAS 95 (2003) p. 468.

28 Cf. CONCILIO ECUMÉNICO VATICANO II, Const. sobre la s. Liturgia, Sacrosanctum Concilium, nn. 4, 38; Decreto sobre las Iglesias Orientales Católicas, Orientalium Ecclesiarum, día 21 de noviembre de 1964, nn. 1, 2, 6; PABLO VI, Const. Apostólica, Missale Romanum: AAS 61 (1969) pp. 217-222; MISSALE ROMANUM, Institutio Generalis, n. 399; CONGR. CULTO DIVINO Y DISC. SACRAMENTOS, Instr., Liturgiam authenticam, día 28 de

marzo del 2001, n. 4: AAS 93 (2001) pp. 685-726, esto p. 686.

29 Cf. JUAN PABLO II, Exhortación Apostólica, Ecclesia in Europa, n. 72: AAS 95 (2003) pp. 692.

30 Cf. JUAN PABLO II, Carta Encíclica, Ecclesia de Eucharistia, n. 23: AAS 95 (2003) pp. 448-449; S CONGR. RITOS, Instr., Eucharisticum mysterium, día 25 de mayo de 1967, n. 6: AAS 59 (1967) p. 545.

31 Cf. S. CONGR. SACRAMENTOS Y CULTO DIVINO, Instr., Inaestimabile donum: AAS 72 (1980) pp. 332-333.

32 Cf. 1 Cor 11, 17-34; JUAN PABLO II, Carta Encíclica, Ecclesia de Eucharistia, n. 52: AAS 95 (2003) pp. 467-468.

33 Cf. Código de Derecho Canónico, día 25 de enero de 1983, c. 1752



PREGUNTAS BÁSICAS Y RESPUESTAS.

1. ¿Por qué se da Jesús a nosotros como comida y bebida?

Jesús se da a nosotros como alimento espiritual en la Eucaristía porque nos ama. Todo el plan de Dios para nuestra salvación está dirigido a hacernos partícipes de la vida de la Trinidad, la comunión del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Empezamos a participar en esta vida con nuestro Bautismo, cuando, por el poder del Espíritu Santo, nos unimos a Cristo, y nos convertimos así por adopción en hijos e hijas del Padre. Esta relación se fortalece y acrecienta en la Confirmación, y se nutre y profundiza mediante nuestra participación en la Eucaristía. Comiendo el Cuerpo y bebiendo la Sangre de Cristo en la Eucaristía llegamos a unirnos a la persona de Cristo a través de su humanidad.

“El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él” (Jn 6:56). Al estar unidos a la humanidad de Cristo estamos al mismo tiempo unidos a su divinidad. Nuestra naturaleza mortal y corruptible se transforma al unirse con la fuente de la vida. “Como el Padre, que me ha enviado, posee la vida y yo vivo por él, así también el que me come vivirá por mí” (Jn 6:57).

Al estar unidos a Cristo por el poder del Espíritu Santo que habita en nosotros, nos hacemos parte de la eterna relación de amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Como Jesús es por naturaleza el Hijo eterno de Dios, así nosotros nos hacemos hijos e hijas de Dios por adopción mediante el sacramento del Bautismo. Mediante los sacramentos del Bautismo y la Confirmación (Crismación), nos convertimos en templos del Espíritu Santo, que habita en nosotros, y al habitar en nosotros, somos ungidos con el don de la gracia santificante. La promesa última del Evangelio es que participaremos de la vida de la Santísima Trinidad. A esta participación en la vida divina los Padres de la Iglesia la llamaron “divinización” ( theosis). En esto vemos que Dios no simplemente nos envía buenas cosas desde el cielo; por el contrario, somos introducidos también a la vida interior de Dios, a la comunión entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. En la celebración de la Eucaristía (que significa “acción de gracias”) damos alabanza y gloria a Dios por este sublime don.

2. ¿Por qué la Eucaristía no es sólo una comida sino también un sacrificio?

Aunque nuestros pecados hacían imposible que tuviéramos parte en la vida de Dios, Jesucristo fue enviado a quitar este obstáculo. Su muerte fue un sacrificio por nuestros pecados. Cristo es “el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo” (Jn 1:29). Mediante su muerte y resurrección, venció al pecado y la muerte, y nos reconcilió con Dios. La Eucaristía es el memorial de este sacrificio. La Iglesia se congrega para recordar y reactualizar el sacrificio de Cristo, en el cual participamos por la acción del sacerdote y el poder del Espíritu Santo. Mediante la celebración de la Eucaristía, nos unimos al sacrificio de Cristo y recibimos sus inagotables beneficios.

Como dice la Carta a los Hebreos, Jesús es el eterno y sumo sacerdote que vive para siempre e intercede por el pueblo ante el Padre. De esta manera, supera a todos los sumos sacerdotes que a lo largo de los siglos ofrecían sacrificios por el pecado en el templo de Jerusalén. El eterno y sumo sacerdote Jesús ofrece el sacrificio perfecto, que es su persona y no alguna otra cosa. “[Cristo] penetró una sola vez y para siempre en el ‘lugar santísimo’. . . . No llevó consigo sangre de animales, sino su propia sangre, con la cual nos obtuvo una redención eterna” (Heb 9:11-12).

El acto de Jesús pertenece a la historia humana, pues él es verdaderamente humano y ha entrado a la historia. Pero al mismo tiempo Jesucristo es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad; es el Hijo eterno, que no está limitado al tiempo o a la historia. Sus actos trascienden el tiempo, que es parte de lo creado. Entrando “a través de una tienda, que no estaba hecha por mano de hombre, ni pertenecía a esta creación” (Heb 9:11), Jesús el Hijo eterno de Dios realizó su sacrificio en presencia de su Padre, que vive en la eternidad. El sacrificio perfecto de Jesús está así eternamente presente ante el Padre, que eternamente lo acepta. Esto significa que, en la Eucaristía, Jesús no se sacrifica una y otra vez, sino que, por el poder del Espíritu Santo, su eterno sacrificio se hace presente una vez más, se reactualiza, a fin de que podamos tomar parte en él.

Cristo no tiene que dejar su lugar en el cielo para estar con nosotros. Nosotros, más bien, participamos de la liturgia celestial en la que Cristo intercede eternamente por nosotros y presenta su sacrificio al Padre, y en la que los ángeles y santos glorifican constantemente a Dios y dan gracias por todos sus dones: “Al que está sentado en el trono y al Cordero, / la alabanza, el honor, la gloria y el poder, / por los siglos de los siglos” (Ap 5:13). Como indica el Catecismo de la Iglesia Católica, “Por la celebración eucarística nos unimos ya a la liturgia del cielo y anticipamos la vida eterna cuando Dios será todo en todos” (no. 1326). La proclama-ción del “Sanctus”, “Santo, Santo, Santo es el Señor. . .”, es la canción de los ángeles que están en la presencia de Dios (Is 6:3). Cuando en la Eucaristía proclamamos el “Sanctus”, hacemos eco en la tierra de la canción con la que los ángeles adoran a Dios en el cielo. En la celebración eucarística no recordamos simplemente un acontecimiento de la historia, sino que, mediante la acción misteriosa del Espíritu Santo en la celebración eucarística, el Misterio Pascual del Señor se hace presente y se actualiza a su Esposa la Iglesia.

Asimismo, en la actualización eucarística del eterno sacrificio de Cristo ante el Padre, nosotros no somos simples espectadores. El sacerdote y la comunidad de fieles están activos de maneras diferentes en el sacrificio eucarístico. El sacerdote ordenado, de pie ante el altar, representa a Cristo como cabeza de la Iglesia. Todos los bautizados, como miembros del Cuerpo de Cristo, participan del sacerdocio del Salvador, como sacerdote y víctima a la vez. La Eucaristía es también el sacrificio de la Iglesia. La Iglesia, Cuerpo y Esposa de Cristo, participa en la ofrenda sacrificial de su Cabeza y Esposo.

 En la Eucaristía el sacrificio de Cristo se convierte en el sacrificio de los miembros de su Cuerpo que unidos a Cristo forman una sola ofrenda sacrificial (cf. Catecismo, no. 1368). Como el sacrificio de Cristo, se hace presente de manera sacramental, unidos a Cristo, nosotros nos ofrecemos como sacrificio al Padre. “La Iglesia, al desempeñar la función de sacerdote y víctima juntamente con Cristo, ofrece toda entera el sacrificio de la misa, y toda entera se ofrece en él” ( Mysterium Fidei, no. 31; cf. Lumen Gentium, no. 11).


8. ¿Por qué se reservan después de la misa algunas de las hostias consagradas?

Si bien fuera posible comer todo el pan consagrado durante la misa, se suele reservar algo en el sagrario. El Cuerpo de Cristo bajo la apariencia de pan guardado o “reservado” después de la misa suele recibir el nombre de “Santísimo Sacramento”. Hay varias razones pastorales para reservar el Santísimo Sacramento. Ante todo, es empleado para distribuirlo a los moribundos (viático), los enfermos y los que legítimamente no pueden estar presentes en la celebración de la Eucaristía. En segundo lugar, el Cuerpo de Cristo en la forma de pan debe ser adorado cuando es expuesto, como en el Rito de la Sagrada Comunión y del Culto Eucarístico fuera de la Misa, cuando es llevado en procesiones eucarísticas, o simplemente cuando es depositado en el sagrario, ante el cual los fieles puedan orar en privado. Estas devociones se basan en el hecho de que Cristo mismo está presente bajo la apariencia de pan. Muchas santas personas bien conocidas por los católicos estadounidenses, como S. John Neumann, S. Elizabeth Ann Seton, S. Katharine Drexel y el beato Damien de Molokai, practicaron gran devoción personal a Cristo presente en el Santísimo Sacramento. En las Iglesias Católicas Orientales, la devoción al Santísimo Sacramento reservado es practicada del modo más directo en la Divina Liturgia de los Dones Presantificados, ofrecida en los días de semana de Cuaresma.


9. ¿Qué señales de reverencia son apropiadas con respecto al Cuerpo y la Sangre de Cristo?
El Cuerpo y la Sangre
de Cristo presentes bajo la apariencia de pan y vino son tratados con la mayor
de las reverencias tanto durante como después de la celebración de la
Eucaristía (cf. Mysterium Fidei, nos. 56-61). Por ejemplo, el sagrario en que
se reserva el pan consagrado debe estar situado “en una parte de la iglesia u
oratorio verdaderamente noble, destacada, convenientemente adornada y apropiada
para la oración” ( Código de Derecho Canónico, can. 938, §2). Según la
tradición de la Iglesia Latina, se debe doblar la rodilla en presencia del
sagrario que contiene el sacramento reservado. En las Iglesias Católicas
Orientales, la práctica tradicional es hacer la señal de la cruz e inclinarse
profundamente. En ambas tradiciones, los ademanes litúrgicos expresan
reverencia, respeto y adoración. Es apropiado que los miembros de la asamblea
se saluden en el área de recepción de la iglesia (es decir, en el vestíbulo o
narthex), pero no es apropiado hablar en voz alta o tono bullicioso en el cuerpo
de la iglesia (decir es, en la nave), debido a la presencia de Cristo en el
sagrario. Además, la Iglesia requiere que todos ayunen antes de recibir el
Cuerpo y la Sangre de Cristo, como señal de reverencia y recolección (a menos
que por enfermedad no se pueda hacerlo). En la Iglesia Latina, generalmente se
debe ayunar al menos una hora; los miembros de las Iglesias Católicas

Orientales deben seguir la práctica establecida por su propia Iglesia.


10. Si alguien sin fe come y bebe el pan y el vino consagrados, ¿recibirá el Cuerpo y la Sangre de Cristo? Si “recibir” significa
“consumir”, la respuesta es sí, pues lo que la persona consume es el Cuerpo y
la Sangre de Cristo. Si “recibir” significa “aceptar el Cuerpo y la Sangre de
Cristo, consciente y voluntariamente, como lo que son, para obtener el
beneficio espiritual”, entonces la respuesta es no. La falta de fe de parte de
la persona que come y bebe el Cuerpo y la Sangre de Cristo no puede cambiar lo
que éstos son, pero sí impide a la persona obtener el beneficio espiritual, que
es la comunión con Cristo. Recibir así el Cuerpo y la Sangre de Cristo sería en
vano y de hacerlo conscientemente sería sacrilegio (cf. 1 Co 11:29). Recibir el
Santísimo Sacramento no es un remedio automático. Si no deseamos la comunión
con Cristo, Dios no nos obliga a ello. Por el contrario, debemos aceptar, por
la fe, la ofrenda que nos hace Dios de comunión en Cristo y en el Espíritu
Santo, y cooperar con la gracia de Dios a fin de que nuestros corazones y

mentes se transformen y nuestra fe y amor de Dios se acrecienten.

14. ¿Por qué hablamos del “Cuerpo de Cristo” en más de un sentido?
En primer lugar, el Cuerpo de Cristo se refiere al cuerpo humano de Jesucristo, quien es la divina Palabra hecha hombre. Durante la Eucaristía, el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Como humano, Jesucristo tiene un cuerpo humano, un cuerpo resucitado y glorificado que en la Eucaristía nos es ofrecido en la forma de pan y de vino.
En segundo lugar, como nos enseñó S. Pablo en sus cartas, usando la analogía del cuerpo humano, la Iglesia es el Cuerpo de Cristo en el cual muchos miembros están unidos con Cristo su cabeza (cf. 1 Co 10:16-17, 12:12-31; Rom 12:4-8). A esta realidad se le llama frecuentemente el Cuerpo Místico de Cristo. Todos unidos a Cristo, los vivos y los difuntos, forman juntos un solo Cuerpo en Cristo. Esta no es una unión que pueda ser vista por ojos humanos, pues es una unión mística llevada a cabo por el poder del Espíritu Santo.
El Cuerpo Místico de Cristo y el Cuerpo de Cristo eucarístico están vinculados inseparablemente. Por el Bautismo entramos en el Cuerpo Místico de Cristo, la Iglesia, y al recibir el Cuerpo de Cristo eucarístico somos fortalecidos e incorporados en el Cuerpo Místico de Cristo. El acto central de la Iglesia es la celebración de la Eucaristía; los creyentes individuales son sostenidos como miembros de la Iglesia, miembros del Cuerpo Místico de Cristo, al recibir el Cuerpo de Cristo en la Eucaristía. Jugando con los dos significados de “Cuerpo de Cristo”, S. Agustín dice a quienes van a recibir el Cuerpo de Cristo en la Eucaristía: “Sean lo que ven, y reciban lo que son” (sermón 272). En otro sermón dice, “Si reciben dignamente, son lo que han recibido” (sermón 227).
La obra del Espíritu Santo en la celebración de la Eucaristía es de dos aspectos, de un modo que corresponde al doble significado de “Cuerpo de Cristo”. Por un lado, mediante el poder del Espíritu Santo, el Cristo resucitado y su acto de sacrificio se hacen presentes. En la oración eucarística, el sacerdote pide al Padre que envíe el Espíritu Santo sobre los dones del pan y el vino para transformarlos en el Cuerpo y la Sangre de Cristo (oración conocida como la epíclesis o invocación). Por otro lado, al mismo tiempo el sacerdote pide al Padre que envíe el Espíritu Santo sobre toda la asamblea para que “quienes toman parte en la Eucaristía sean un solo cuerpo y un solo espíritu” ( Catecismo, no. 1353). Es mediante el Espíritu Santo que el don del Cuerpo de Cristo eucarístico viene a nosotros y mediante el Espíritu Santo nos unimos a Cristo y nos unimos entre nosotros para formar el Cuerpo Místico de Cristo.
Por lo tanto, podemos ver que la celebración de la Eucaristía no solamente nos une a Dios como individuos aislados entre sí. Por el contrario, somos unidos a Cristo junto con todos los demás miembros del Cuerpo Místico. La celebración de la Eucaristía debe acrecentar así nuestro amor recíproco y hacernos recordar nuestros compromisos mutuos. Asimismo, como miembros del Cuerpo Místico, tenemos el deber de hacer presente a Cristo y de traerlo al mundo. Tenemos la responsabilidad de compartir la Buenas Noticias de Cristo no sólo con nuestras palabras sino también con el modo en que vivimos nuestras vidas. Tenemos también la responsabilidad de trabajar contra todas las fuerzas que en nuestro mundo se oponen al Evangelio, incluyendo todas las formas de injusticia. El Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña: “La Eucaristía entraña un compromiso en favor de los pobres. Para recibir en la verdad el Cuerpo y la Sangre de Cristo entregados por nosotros, debemos reconocer a Cristo en los más pobres, sus hermanos” (no. 1397).
15. ¿Por qué llamamos “misterio” a la presencia de Cristo en la Eucaristía?
La palabra “misterio” suele referirse a algo que escapa a la plena comprensión de la mente humana. En la Biblia, sin embargo, esta palabra tiene un significado más profundo y específico, pues se refiere a aspectos del plan de salvación de Dios para la humanidad, que ha empezado ya pero será concluido sólo al final de los tiempos. En el antiguo Israel, por el Espíritu Santo Dios fue revelando a los profetas algunos de los secretos de lo que iba a cumplir para la salvación de su pueblo (cf. Am 3:7; Is 21:28; Dn 2:27-45). Igualmente, por la predicación y enseñanza de Jesús, el misterio del “Reino de Dios” se fue revelando a sus discípulos (Mc 4:11-12). S. Pablo explicaba que los misterios de Dios pueden desafiar nuestro entendimiento humano o incluso parecer locuras, pero su significado es revelado al Pueblo de Dios mediante Jesucristo y el Espíritu Santo (cf. 1 Co 1:18-25, 2:6-10; Rom 16:25-27; Ap 10:7).
La Eucaristía es un misterio porque participa del misterio de Jesucristo y del plan de Dios para salvar a la humanidad por Cristo. No nos debería sorprender que haya aspectos de la Eucaristía que no son fáciles de entender, pues el plan de Dios para el mundo ha rebasado repetidamente las expectativas humanas y el entendimiento humano (cf. Jn 6:60-66). Por ejemplo, ni los discípulos comprendieron al principio que era necesario que el Mesías fuera condenado a muerte y luego resucitara de entre los muertos (cf. Mc 8:31-33, 9:31-32, 10:32-34; Mt 16:21-23, 17:22-23, 20:17-19; Lc 9:22, 9:43-45, 18:31-34). Asimismo, cada vez que hablamos de Dios hemos de tener presente que nuestros conceptos humanos nunca aprehenden enteramente a Dios. No debemos limitar a Dios a nuestro ntendimiento sino de permitir que nuestro entendimiento, por la revelación de Dios, se extienda más allá de sus limitaciones normales.
Conclusión
Por su Presencia Real en la Eucaristía, Cristo cumple con su promesa de estar con nosotros “todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28:20). Como escribió S. Tomás de Aquino, “Es la ley de la amistad que los amigos deban vivir juntos. . . Cristo no nos ha dejado sin su presencia corpórea en este nuestro peregrinaje, sino que nos une a él en este sacramento en la realidad de su cuerpo y su sangre” ( Summa Theologiae, III q. 75, a. 1). Con este don de la presencia de Cristo en medio de nosotros, la Iglesia es verdaderamente bendita. Como Jesús dijo a sus discípulos, refiriéndose a su presencia entre ellos, “yo les aseguro que muchos profetas y muchos justos desearon ver lo que ustedes ven y no lo vieron y oír lo que ustedes oyen y no lo oyeron” (Mt 13:17). En la Eucaristía, la Iglesia a la vez recibe la ofrenda de Jesucristo y da profundas gracias a Dios por tal bendición. Esta acción de gracias es la única respuesta adecuada, pues mediante esta ofrenda de sí mismo en la celebración de la Eucaristía, bajo la apariencia de pan y de vino, Cristo nos da la ofrenda de la vida eterna.
Yo les aseguro: Si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no podrán tener vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna y yo lo resucitaré el último día. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. . . . Como el Padre, que me ha enviado, posee la vida y yo vivo por él, así también el que me come vivirá por mí. (Jn 6:53-57)

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Amén. El término amén, lejos de corresponder siempre exactamente a la traducción actual de “Así sea ¡” que expresa un mero deseo, pero no una certeza, significa, ante todo: Ciertamente, verdaderamente, seguramente o sencillamente: Sí. En efecto, este adverbio deriva de una raíz hebraica que implica firmeza, solidez, seguridad (cfr. Fe). Decir amén es proclamar que se tiene por verdadero lo que se acaba de decir, con miras a ratificar una proposición o a unirse a una plegaria. 1. Compromiso y aclamación. El amén que confirma un dicho puede tener un sentido débil, como cuando decimos “Sea” (Jer 28,6). Pero las más de las veces es una palabra que compromete: con ella muestra uno su conformidad con alguien (1Re 1,36) o acepta una misión (Jer 11,5), asume la responsabilidad de un juramento y del juicio de Dios que le va a seguir (Núm. 5,22). Todavía más solemne es el compromiso colectivo asumido en el momento de la renovación litúrgica de la alianza (Dt 27,15-26; Neh 5,13). En la liturgia puede este término adquirir también otro valor; si uno se compromete frente a Dios, es que tiene confianza en su palabra y se remite a su poder y a su bondad; esta adhesión total es al mismo tiempo “bendición de aquel al que uno se somete (Neh 8,6); es una oración segura de ser escuchada (Tob 8,8; Jdt 15,10). El amén es entonces una aclamación litúrgica, y y en este concepto tiene su puesto después de las doxologías (1 Cr 16,36); en el NT tiene con frecuencia este sentido (Rom 1,25; Gal 1,5;2 Pe 3,18; Heb 13,21). Siendo una aclamación por la que la asamblea se une al que ora en su nombre, el amén supone que para adherirse a las palabras oídas se comprende su sentido (1 Cor 14,16). Finalmente, el amén, como adhesión y aclamación, concluye los cánticos de los elegidos, en la liturgia del cielo (Ap 5,14; 19,4), donde se une al aleluya.

CUANDO UNA PERSONA SE HA IDO. VÍSPERAS DE TODOS LOS SANTOS. NO LLORES SI ME AMAS. No llores si me amas... Si conocieras el don de Dios y lo que es el cielo... Si pudieras oír el cántico de los ángeles y verme en medio de ellos... si por un instante pudieras contemplar como yo la belleza ante la cual las bellezas palidecen... Créeme. Cuando llegue el día que Dios ha fijado y conoce, y tu alma venga a este cielo en el que te ha precedido la mía... ese día volverás a verme. sentirás que te sigo amando, que te amé, y encontrarás mi corazón con todas sus ternuras purificadas. volverás a verme en transfiguración, en éxtasis feliz. Ya no esperando la muerte, sino avanzando contigo, que te llevaré de la mano por los senderos nuevos de luz y de vida. Enjuga tu llanto y no llores si me amas. (San Agustín)

LA FELICIDAD DE JESÚS. José Antonio Pagola

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