PADRES DE LA IGLESIA
«Busquemos, pues, queridos hermanos, estos pastos [de la vida eterna],
para alegrarnos en ellos junto con la multitud de los ciudadanos del Cielo. La
misma alegría de los que ya disfrutan de este gozo nos invita a ello. Por
tanto, hermanos, despertemos nuestro espíritu, enardezcamos nuestra fe,
inflamemos nuestro deseo de las cosas celestiales; amar así es ponernos ya en
camino. Que ninguna adversidad nos prive del gozo de esta fiesta interior,
porque al que tiene la firme decisión de llegar a término ningún obstáculo del
camino puede frenarlo en su propósito. No nos dejemos seducir por la
prosperidad, ya que sería un caminante insensato el que, contemplando la
amenidad del paisaje, se olvidara del término de su camino».
San Gregorio Magno
¿Qué es seguir sino imitar? La prueba está en que Cristo sufrió por
nosotros dejándonos así un ejemplo, como dice el Apóstol, para que sigamos sus
pasos (1Pe 2,21). Dichosos los pobres en el espíritu. Imitad, pues, al que se
hizo pobre por vosotros siendo Él rico (2Cor 8,9). Dichosos los mansos. Imitad
al que ha dicho: tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso
y humilde de corazón (Mt 11,29). Dichosos los que lloran. Imitad al que lloró
sobre Jerusalén. Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia. Imitad al
que dice: mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado (Jn 4,34).
Dichosos los misericordiosos. Imitad al que ayudó a aquel que los ladrones
hirieron y yacía en el camino medio muerto y desesperanzado (Lc 10,33).
Dichosos los limpios de corazón. Imitad al que no tuvo ni sombra de pecado y
sobre sus labios no se encontró ni un punto de malicia (1Pe 2,22). Dichosos los
pacíficos. Imitad al que dijo en favor de sus perseguidores: Padre, perdónalos
porque no saben lo que hacen (Lc 23,24). Dichosos los que sufren persecución
por causa de la justicia. Imitad al que sufrió por vosotros, dejándoos un
ejemplo para que sigáis sus huellas. Con los ojos de la fe que has abierto en
mí, te veo, oh mi buen Jesús, te veo clamando y diciendo, como arengando al
género humano: «Venid a mí y poneos a mi escuela».
San Agustín
PADRES DE LA IGLESIA.
Por qué
conocer a los Padres.
Hace un
tiempo una hermana, algo molesta al menos en la forma de puntualizar su punto
de vista, me decía: Es algo que ya pasó de moda, por eso la Iglesia a perdido adeptos, debe modernizarse, tener
ideas nuevas....
Es una pena
escuchar estos comentarios de personas que en realidad desconocen su Fe y sus
orígenes...
¿Por qué es
tan importante, en el momento actual, el conocimiento de los escritos de los
Padres? Hace pocos años, un documento de la Santa Sede intentaba responder a
esta cuestión. Se dan en esas páginas tres razones fundamentales: 1) Los Padres
son testigos privilegiados de la Tradición de la Iglesia. 2) Los Padres nos han
transmitido un método teológico que es a la vez luminoso y seguro. 3) Los
escritos de los Padres ofrecen una riqueza cultural y apostólica, que hace de
ellos los grandes maestros de la Iglesia de ayer, de hoy y de siempre
. El
análisis de estas afirmaciones puede servirnos para ilustrar cómo los escritos
de estos autores constituyen un verdadero tesoro de la Iglesia; un tesoro cuyo
conocimiento y disfrute no debería quedar reservado a unos pocos, ya que es
patrimonio de todos los cristianos.
La doctrina
predicada por Jesucristo, Palabra de Dios dirigida a los hombres, fue
consignada por escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo y entregada a la
Iglesia. La Sagrada Escritura es, por eso, un Libro de la Iglesia: sólo en la
Iglesia, a la luz de una Tradición que se remonta al mismo Cristo, puede ser
adecuadamente entendida y transmitida a las generaciones posteriores. Las ciencias
positivas de que hace uso la moderna exégesis constituyen, sin duda, un
instrumento valiosísimo para profundizar en el contenido de la revelación, pero
a condición de que no se utilicen fuera del sentir de la Iglesia, y menos aún,
contra el sentir de la Iglesia. Cuando se cercena esta relación esencial
existente entre la Biblia y la Iglesia, la Palabra de Dios queda desposeída de
su virtud salvífica, transformadora de los hombres y de la sociedad, y se ve
reducida a mera palabra de hombres.
PADRES DE LA IGLESIA
«Le explica luego lo admirable de este nacimiento, porque Dios es quien
envía desde el cielo, por ministerio de un ángel, el nombre que había de
ponerse al Niño. Y éste no es un nombre cualquiera, sino un nombre tesoro de
bienes infinitos. Y así lo interpreta el ángel y funda en él las mejores
esperanzas, induciéndole con esto a la fe de lo que le decía, pues para creer
otras cosas solemos ser más dóciles».
San Juan Crisóstomo
«Jesús en hebreo significa Salvador. Luego da a entender la etimología
del nombre, cuando dice: “Porque Él salvará a su pueblo de los pecados de
ellos”».
San Jerónimo
«A las palabras aducidas del profeta, preceden estas otras: “El mismo
Señor os dará una señal”. Esta señal debe ser cosa nueva y admirable. Ahora
bien, si —como pretenden los judíos—, quien ha de parir es una muchacha, una
jovencita, no una virgen, ¿qué señal puede llamarse tal suceso, cuando el nombre
de jovencita o muchacha no indica más que la edad y no integridad? Cierto que
la palabra virgen se expresa en hebreo por la de bethula, y que no está
consignada en la profecía, sino que se pone la de almah, que las versiones —con
excepción de los Setenta— han vertido por la de “jovencita”. Pero la voz almah
entre los hebreos tiene dos significaciones “jovencita” y “ocultada”, luego la
voz almah no sólo expresa una muchacha o virgen cualquiera, sino una virgen
escondida y retirada, jamás expuesta a las miradas de los hombres, antes bien,
guardada por sus padres con el mayor cuidado. Además, la lengua fenicia,
derivada del hebreo, da con propiedad a la voz almah el significado de virgen,
y nuestro idioma el de santa. A pesar de que los hebreos emplean en su lengua
vocablos de casi todas las otras no recuerdo, por más que torturo mi memoria,
haber leído jamás la palabra almah para expresar una mujer casada, sino siempre
la que es virgen. Y no simplemente virgen, sino en los años de la adolescencia,
porque también una vieja puede ser virgen; una virgen en los años de la
pubertad, no una muchacha incapaz todavía de conocer varón
San Jerónimo
«Fue, sin duda, concebido del Espíritu Santo, dentro del útero de su
Madre Virgen, que lo dio a luz, salvando su virginidad, igual como concibió sin
detrimento de ésta».
San León Magno
«En realidad aquí se pone nombre a un hecho. Acostumbra la Escritura
poner por nombre los hechos mismos que se verifican. Así, al decir: “Llamarán
su nombre Emmanuel”, es como si dijera: “Verán a Dios entre los hombres”. Por
eso no dice “lo llamarás”, sino “lo llamarán”, es decir, así lo llamarán las
gentes y así lo confirmarán los hechos».
San Juan Crisóstomo
PADRES DE LA IGLESIA
«Era muy cierto que había de ser destruido el
templo construido por los hombres; porque nada hay de lo hecho por los hombres
que no sea destruido por la vejez, o derribado por la fuerza, o consumido por
el fuego. Sin embargo, hay otro templo, a saber, la sinagoga, cuya obra antigua
se destruyó al levantarse la Iglesia. También hay un templo en cada uno de
nosotros, que se destruye cuando falta la fe y principalmente cuando alguno
invoca en falso el nombre de Jesucristo, lo que violenta su conciencia».
San Ambrosio
«El Señor dice los males que habrán de ocurrir
antes del fin del mundo para que, anunciados así, se inquieten menos los
hombres en lo futuro. Hieren menos las flechas que se previenen… Las guerras
son propias de los enemigos, y las sediciones de los ciudadanos, para que
sepamos, pues, que seremos turbados exterior e interiormente, dice que
tendremos que sufrir de nuestros enemigos y de nuestros hermanos».
San Gregorio
«Éste es el precepto de nuestro Señor y Maestro:
El que persevere hasta el fin se salvará… Es necesario, hermanos muy queridos,
tener paciencia y perseverar, para que, después de haber sido admitidos a la
esperanza de la verdad y de la libertad, podamos alcanzar esa misma verdad y
libertad; porque el hecho de ser cristianos nos exige la fe y la esperanza;
pero, para que esta fe y esta esperanza puedan obtener su fruto, nos es
necesaria la paciencia. Pues nosotros no buscamos la gloria presente, sino la
futura... La esperanza y la paciencia son necesarias para llevar a buen término
lo que hemos empezado, y para alcanzar lo que esperamos y creemos apoyados en
la promesa divina».
San Cipriano.
PADRES DE LA IGLESIA
«Había dos sectas entre
los judíos: la de los fariseos, que hacían alarde de su justicia conforme a las
tradiciones (y por esto el pueblo los llamaba divididos), y la otra de los
saduceos, que quiere decir justos, atribuyéndose lo que no eran; cuando se marcharon
los primeros, vivieron los segundos a tentarle».
San Beda
«Es verdadera vida la
de los justos que viven en Dios, aun cuando mueran en cuanto al cuerpo. Para
probar la verdad de la resurrección pudo emplear ejemplos más evidentes de los
profetas; pero los saduceos únicamente admitían los cinco libros de Moisés,
despreciando los oráculos de los profetas».
San Beda
GRANDES MAESTROS DE LA
IGLESIA DE LOS PRIMEROS SIGLOS.
SAN CLEMENTE ROMANO.
Queridos hermanos y
hermanas:
Durante los meses
pasados hemos meditado en las figuras de cada uno de los Apóstoles y en los
primeros testigos de la fe cristiana mencionados en los escritos del Nuevo
Testamento.
Ahora, dedicaremos
nuestra atención a los padres apostólicos, es decir, a la primera y a la
segunda generación de la Iglesia después de los Apóstoles.
Así podemos ver cómo
comienza el camino de la Iglesia en la historia. San Clemente, obispo de Roma
en los últimos años del siglo I, es el tercer sucesor de Pedro, después de Lino
y Anacleto. El testimonio más importante sobre su vida es el de san Ireneo,
obispo de Lyon hasta el año 202, el cual atestigua que san Clemente "había
visto a los Apóstoles", "se había relacionado
con ellos" y
"tenía todavía la predicación apostólica en sus oídos y su tradición ante
sus ojos" (Adversus haereses, III, 3, 3). Testimonios tardíos, entre los
siglos IV y VI, atribuyen a san Clemente el título de mártir.
La autoridad y el
prestigio de este Obispo de Roma eran tan grandes, que se le atribuyeron varios
escritos, pero su única obra segura es la Carta a los Corintios.
Eusebio de Cesarea, el
gran "archivero" de los orígenes cristianos, la presenta con estas
palabras: "Nos ha llegado una carta de Clemente reconocida como auténtica,
grande y admirable. Fue escrita por él, de parte de la Iglesia de Roma, a la
Iglesia de Corinto... Sabemos que desde hace mucho tiempo y
todavía hoy es leída
públicamente durante la asamblea de los fieles" (Hist. Eccl. 3, 16).
A esta carta se le
atribuía un carácter casi canónico. Al inicio de este texto, escrito en griego,
san Clemente se lamenta de que "las repentinas y sucesivas calamidades y
tribulaciones" (1, 1), le habían impedido una intervención en el tiempo
oportuno. Estas "adversidades" se identifican con la persecución de
Domiciano: por eso, la fecha de composición de la carta se debe remontar a un
tiempo inmediatamente
posterior a la muerte del emperador y al final de la persecución, es decir,
inmediatamente después del año 96.
La intervención de san
Clemente —estamos todavía en el siglo I— era requerida por los graves problemas
por los que atravesaba la Iglesia de Corinto:
en efecto, los
presbíteros de la comunidad habían sido destituidos por algunos jóvenes
contestadores. También san Ireneo alude a esa triste situación cuando escribe:
"Bajo el gobierno de Clemente se produjo entre los hermanos de Corinto una
divergencia de opiniones no pequeña; la Iglesia de Roma envió a los Corintios
una carta importantísima para reconciliarlos en la paz, renovar su
fe y anunciarles la
tradición que ella había recibido recientemente de los Apóstoles"
(Adversus haereses, III, 3, 3).
Por tanto, podríamos decir
que esta carta constituye un primer ejercicio del Primado romano después de la
muerte de san Pedro. La carta de san Clemente retoma algunos temas muy queridos
por san Pablo, que había escrito dos grandes cartas a los Corintios, en
particular, la dialéctica teológica, perennemente actual, entre el indicativo
de la salvación y el imperativo del compromiso moral. Ante todo está la buena
nueva de la gracia que salva.
El Señor nos previene y
nos da el perdón, nos da su amor, la gracia de ser cristianos, hermanos y
hermanas suyos. Es una buena nueva que llena de alegría nuestra vida y que da
seguridad a nuestro actuar: el Señor nos previene siempre con su bondad, y la
bondad del Señor es siempre más grande que todos nuestros pecados.
Sin embargo, debemos
comprometernos de manera coherente con el don recibido y responder al anuncio
de la salvación con un camino generoso y valiente de conversión. Con respecto
al modelo de san Pablo, la novedad está en que san Clemente, después de la
parte doctrinal y de la parte práctica, que constituían el núcleo de todas las
cartas de san Pablo, presenta una "gran oración", con la que
prácticamente concluye la carta.
La ocasión inmediata de
la carta permite al Obispo de Roma explicar con amplitud la identidad de la
Iglesia y su misión. Si en Corinto ha habido abusos, observa san Clemente, el
motivo hay que buscarlo en el debilitamiento de la caridad y de otras virtudes
cristianas indispensables. Por eso, invita a los fieles a la humildad y al amor
fraterno, dos virtudes que constituyen verdaderamente el
ser en la Iglesia.
"Seamos una porción santa", exhorta, "practiquemos todo lo que
exige la santidad" (30, 1). En particular, el Obispo de Roma recuerda que
el mismo Señor "estableció dónde y por quiénes quiere que se realicen los servicios
litúrgicos, a fin de que, haciéndose todo santamente y con su beneplácito, sea
acepto a su voluntad... En efecto, al sumo sacerdote le estaban
encomendadas funciones
litúrgicas propias; los sacerdotes ordinarios tenían asignado su lugar propio;
y los levitas tenían encomendados sus propios servicios, mientras que el laico
está sometido a los preceptos laicos" (40, 1-5:
obsérvese que en esta
carta de finales del siglo I aparece por primera vez en la literatura cristiana
el término laikós, que significa "miembro del laos", es decir,
"del pueblo de Dios").
De este modo,
refiriéndose a la liturgia del antiguo Israel, san Clemente manifiesta su ideal
de Iglesia, congregada por "un solo Espíritu de gracia derramado sobre
nosotros", que sopla en los diversos miembros del Cuerpo de Cristo, en el
que todos, unidos sin ninguna separación, son "miembros los unos de los
otros" (46, 6-7). La neta distinción entre los "laicos" y la
jerarquía no
significa en absoluto
una contraposición, sino sólo la conexión orgánica de un cuerpo, de un
organismo, con sus diferentes funciones. En efecto, la Iglesia no es un lugar
de confusión y anarquía, donde uno puede hacer lo que quiera en cada momento:
en este organismo, con una estructura articulada, cada uno
ejerce su ministerio
según la vocación recibida.
Por lo que atañe a los
jefes de las comunidades, san Clemente explica claramente la doctrina de la
sucesión apostólica. Las normas que la regulan derivan, en última instancia, de
Dios mismo. El Padre envió a Jesucristo, quien a su vez mandó a los Apóstoles.
Estos, luego, mandaron a los primeros jefes de las comunidades y establecieron
que a ellos les sucedieran otros hombres
dignos. Por tanto, todo
procede "ordenadamente por voluntad de Dios" (42).
Con estas palabras, con
estas frases, san Clemente subraya que la Iglesia tiene una estructura
sacramental y no una estructura política. La acción de Dios, que sale a nuestro
encuentro en la liturgia, precede a nuestras decisiones y nuestras ideas. La
Iglesia es, sobre todo, don de Dios y no creación nuestra; por eso, esta
estructura sacramental
no sólo garantiza el ordenamiento común, sino también la precedencia del don de
Dios, que todos necesitamos.
Por último, la
"gran oración" confiere una dimensión cósmica a las
argumentaciones
precedentes. San Clemente alaba y da gracias a Dios por su maravillosa
providencia de amor, que creó el mundo y sigue salvándolo y santificándolo.
Particular importancia asume la invocación por los gobernantes.
Después de los textos
del Nuevo Testamento, constituye la oración más antigua por las instituciones
políticas. Así, tras la persecución, los cristianos, aunque sabían que
continuarían las persecuciones, no dejaban de rezar por las mismas autoridades
que los habían condenado injustamente. El motivo es, ante todo, de carácter
cristológico: se debe orar por los perseguidores, como hizo Jesús en la cruz.
Pero esta oración encierra
también una enseñanza que orienta, a través de los siglos, la actitud de los
cristianos ante la política y el Estado. Al orar por las autoridades, san
Clemente reconoce la legitimidad de las instituciones políticas en el orden
establecido por Dios; al mismo tiempo, manifiesta la preocupación
de que las autoridades
sean dóciles a Dios y "ejerzan con paz, mansedumbre y piedad, el poder que
Dios les ha dado" (61, 2). El César no lo es todo. Existe otra soberanía,
cuyo origen y esencia no son de este mundo, sino "de arriba": la de
la Verdad, que con respecto al Estado tiene derecho a ser escuchada.
Así, la carta de san
Clemente afronta numerosos temas de perenne actualidad.
Es aún más
significativa en cuanto que representa, desde el siglo I, la solicitud de la
Iglesia de Roma, que preside en la caridad a todas las demás Iglesias. Con el
mismo Espíritu, hagamos nuestras las invocaciones de la "gran
oración", en las que el Obispo de Roma se hace portavoz del mundo entero:
"Sí, oh Señor, haz que resplandezca en nosotros tu rostro por el bien de
la paz; protégenos con tu mano poderosa... Te damos gracias, a través del sumo
Sacerdote y protector de nuestras almas, Jesucristo, por el cual sea gloria y
alabanza a ti, ahora y de generación en generación, por los siglos de los
siglos.
Amén" (60-61)
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